¿Soy una mala madre por no poder ayudar económicamente a mi hija?

—¿Por qué nunca puedes ayudarme como lo hacen los papás de Diego? —La voz de Lucía retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma del café recién hecho y el eco de mi propio cansancio. Me quedé quieta, con la taza temblando entre mis manos arrugadas, buscando una respuesta que no doliera tanto como la pregunta.

No era la primera vez que Lucía me lo decía. Desde que se casó con Diego, la comparación con sus suegros se volvió una sombra constante en nuestras conversaciones. Ellos, dueños de una ferretería en el centro de Medellín, siempre estaban listos para prestarle dinero, pagarle el seguro del carro o ayudarle con la cuota inicial del apartamento. Yo, en cambio, apenas podía estirar mi pensión para cubrir mis medicinas y la comida del mes.

—Mija, sabes que si pudiera te daría todo —le respondí, sintiendo cómo la voz se me quebraba—. Pero no tengo más que esto…

Ella suspiró, frustrada. —No es justo, mamá. Siento que siempre tengo que pedirle a los demás porque contigo nunca puedo contar.

Me dolió. Me dolió más de lo que podía admitir. Porque yo había soñado con ser madre desde joven, pero la vida no me dio esa oportunidad hasta los 45 años. Cuando Lucía nació, ya tenía canas escondidas y un miedo profundo de no estar a la altura. Fui madre y padre a la vez; su papá nos dejó cuando supo que venía en camino. Trabajé como secretaria en una escuela pública de Envigado hasta que me jubilé, ahorrando cada peso para darle a Lucía lo mejor que podía: educación, techo y comida caliente.

Pero nunca fue suficiente.

Recuerdo cuando Lucía era niña y me pedía una bicicleta como la de su amiga Camila. No pude comprársela; le tejí una bufanda colorida y le prometí que algún día podríamos darnos esos lujos. Ella sonrió, pero sus ojos brillaban con una tristeza que nunca supe borrar.

Ahora, sentada frente a ella, sentí que todos esos años de esfuerzo se desvanecían ante la realidad: no podía competir con el dinero de los demás.

—Mamá, Diego dice que sus papás siempre están ahí para él. Que si necesita algo, ellos lo resuelven. Yo… yo solo tengo tus consejos —me dijo Lucía, bajando la mirada.

—¿Y eso no vale nada? —pregunté, sin poder evitar que las lágrimas me nublaran la vista—. ¿No vale nada haberme desvelado por ti cuando tenías fiebre? ¿O haber caminado bajo la lluvia para llevarte a la escuela porque no teníamos para el bus?

Lucía guardó silencio. Yo también. El reloj marcaba las once y el sol entraba tímido por la ventana, iluminando los platos sin lavar y las fotos viejas pegadas en la nevera: Lucía con su uniforme escolar, Lucía en su graduación, Lucía abrazándome fuerte el día que cumplí 60 años.

A veces pienso que la vida es injusta con las mujeres como yo. Nos exige ser madres perfectas, proveedoras incansables y refugio emocional… pero nunca nos da las herramientas para lograrlo todo. En este país, donde la pensión apenas alcanza para sobrevivir y los precios suben cada semana, ¿cómo esperan que compita con familias que han tenido más suerte o mejores oportunidades?

—Mamá… —Lucía murmuró después de un rato—. Perdón si te hago sentir mal. Es solo que a veces me siento sola.

Me acerqué y le tomé la mano. —Nunca has estado sola, Lucía. Tal vez no tengo plata para regalarte cosas, pero siempre he estado aquí para escucharte y apoyarte en todo lo que puedo.

Ella asintió, pero su mirada seguía perdida en algún lugar entre el pasado y el futuro.

Esa noche no pude dormir. Me pregunté si realmente había fallado como madre. Si el amor y los sacrificios de toda una vida valían menos que un cheque o una transferencia bancaria. Pensé en todas las madres solteras de mi barrio: doña Rosa vendiendo arepas en la esquina para pagar el colegio de sus hijos; Marta limpiando casas ajenas mientras sus niños se quedaban solos en casa; yo misma, contando monedas para comprarle a Lucía su primer cuaderno universitario.

Al día siguiente, fui al mercado y me encontré con doña Rosa. Le conté lo que pasaba y ella me abrazó fuerte.

—No te sientas menos por no tener plata —me dijo—. Los hijos a veces no entienden todo lo que hacemos por ellos hasta que les toca vivirlo.

Sus palabras me dieron un poco de consuelo, pero el dolor seguía ahí. Cuando regresé a casa, encontré a Lucía sentada en mi sala, mirando las fotos familiares.

—Mamá… he estado pensando —dijo—. Tal vez he sido injusta contigo. Sé que has hecho mucho por mí.

Me senté a su lado y le acaricié el cabello como cuando era niña.

—No te preocupes, hija. Yo solo quiero que seas feliz —le respondí—. Pero también quiero que entiendas que hay cosas más importantes que el dinero.

Lucía me abrazó fuerte y lloramos juntas. Por primera vez en mucho tiempo sentí que tal vez no había sido tan mala madre después de todo.

Ahora, mientras escribo estas líneas desde mi pequeña sala llena de recuerdos, me pregunto: ¿Cuántas madres en nuestro país sienten esta culpa silenciosa por no poder darles a sus hijos todo lo material? ¿De verdad el amor se mide en billetes o en sacrificios diarios? ¿Ustedes qué piensan?