Suegras, Herencias y el Precio del Amor: La Historia de Mariana y Andrés

—¡No eres suficiente para mi hijo!—gritó doña Rosa, su voz retumbando en la cocina mientras yo, con las manos temblorosas, trataba de no dejar caer la olla de arroz.

Nunca olvidaré ese día. El olor a cebolla frita se mezclaba con el sudor frío que me recorría la espalda. Andrés, mi esposo, estaba en la sala, fingiendo no escuchar los gritos de su madre. Su hermana, Lucía, me observaba desde la puerta con una sonrisa torcida, como si disfrutara cada palabra venenosa que salía de los labios de su madre.

Me llamo Mariana y crecí en un barrio humilde de Medellín. Mi mamá siempre me enseñó que el amor era lo único que importaba, pero nunca me advirtió sobre el precio que podía tener. Cuando conocí a Andrés en la universidad, pensé que había encontrado a mi compañero de vida. Él era dulce, trabajador y soñador. Pero nunca me preparé para la guerra silenciosa que su familia desataría contra mí.

La primera vez que fui a su casa, doña Rosa me miró de arriba abajo y preguntó: —¿Y tú qué le puedes ofrecer a mi hijo?—. Sentí que me desnudaba con la mirada. Lucía, su hermana menor, apenas me saludó. Yo intenté ser amable, llevar flores y ayudar en la cocina, pero nada era suficiente.

El verdadero problema comenzó cuando el papá de Andrés murió. La casa donde vivían era lo único de valor que tenían. De repente, doña Rosa empezó a hablar de herencias y testamentos. —Esta casa es para mis hijos, no para cualquier aparecida—decía cada vez que yo entraba.

Andrés intentaba mediar: —Mamá, Mariana es mi esposa. Ella es parte de la familia—. Pero doña Rosa lo interrumpía: —¡No mientras yo esté viva!—

Las cosas empeoraron cuando Lucía perdió su trabajo. Empezó a pasar más tiempo en casa y a sembrar dudas en la mente de su madre: —¿No ves que Mariana solo está aquí por lo que tenemos? Seguro quiere quedarse con todo.—

Yo escuchaba esas conversaciones desde el cuarto, apretando los puños para no llorar. Andrés me abrazaba por las noches y me prometía que todo mejoraría, pero cada día era más difícil soportar el ambiente en esa casa.

Un día, mientras lavaba los platos, Lucía se acercó y me susurró al oído: —Si realmente quisieras a mi hermano, te irías.— Sentí una rabia inmensa, pero también miedo. ¿Y si tenían razón? ¿Y si yo era el problema?

Intenté hablar con Andrés:
—No sé cuánto más pueda aguantar esto. Siento que tu familia me odia.
Él me tomó la mano:
—Mi amor, no te vayas. Vamos a salir adelante juntos. No les hagas caso.

Pero las cosas no mejoraron. Doña Rosa empezó a esconderme las llaves de la casa, a criticar mi comida y a decirle a los vecinos que yo era una interesada. Una tarde, mientras barría el patio, escuché cómo le decía a una vecina:
—Esa muchacha solo está esperando que yo me muera para quedarse con todo.—

Me sentí tan humillada que pensé en irme. Llamé a mi mamá llorando:
—Mamá, no puedo más. Siento que estoy destruyendo la familia de Andrés.
Ella me respondió:
—Hija, el amor verdadero se prueba en las dificultades. Pero tampoco tienes que aguantar humillaciones.—

Esa noche, Andrés llegó con una noticia:
—Me ofrecieron un trabajo en Bogotá. Es una oportunidad para empezar de cero… solos.—
Sentí alivio y miedo al mismo tiempo. ¿Seríamos capaces de dejarlo todo atrás?

Cuando le contamos a doña Rosa y Lucía, fue como si les hubiéramos dado una puñalada.
—¡Eso es lo que querías! ¡Alejarlo de su familia!—gritó Lucía.
Doña Rosa lloró y nos maldijo:
—Si te vas con ella, olvídate de esta casa y de tu madre.—

Andrés dudó por un momento. Vi el dolor en sus ojos. Pero al final me abrazó fuerte y dijo:
—Prefiero perderlo todo antes que perderte a ti.—

Nos fuimos con lo puesto y un par de maletas viejas. En Bogotá dormimos en un colchón prestado durante semanas. Trabajé limpiando casas mientras Andrés empezaba en su nuevo empleo. Hubo días en los que solo teníamos arroz con huevo para comer y noches en las que llorábamos abrazados por todo lo perdido.

Pero poco a poco fuimos construyendo nuestro propio hogar. Sin lujos ni herencias, pero con respeto y amor verdadero.

A veces Andrés mira el teléfono esperando una llamada de su mamá o su hermana, pero nunca llega. Yo también extraño lo que pudo haber sido una familia unida.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Vale la pena sacrificarlo todo por amor? ¿O hay heridas familiares que nunca sanan?

¿Ustedes qué harían si tuvieran que elegir entre su pareja y su familia? ¿El dinero realmente puede destruir lo más sagrado?