Susurros en el Silencio: El Dolor de una Madre
—¿Por qué no me contestas, Valeria? —susurré al teléfono, aunque sabía que del otro lado solo había silencio. El reloj marcaba las tres de la madrugada y la ciudad de Medellín dormía, pero mi corazón seguía despierto, latiendo con angustia. En la pantalla, el último mensaje enviado: “Te extraño, hija. Llámame cuando puedas.” Habían pasado seis meses desde la última vez que escuché su voz.
No siempre fue así. Valeria y yo éramos inseparables. Cuando su papá nos dejó, ella tenía apenas ocho años y yo trabajaba doble turno en el hospital para que no le faltara nada. Recuerdo cómo me esperaba sentada en la escalera, con sus cuadernos y una sonrisa que me devolvía la vida. “Mami, ¿me ayudas con la tarea?” Ahora daría cualquier cosa por escuchar esas palabras otra vez.
La distancia comenzó cuando Valeria entró a la universidad. Yo estaba orgullosa, claro, pero también asustada. Era la primera de la familia en llegar tan lejos. Empezó a salir con amigos que yo no conocía, a llegar tarde, a contestar con monosílabos. Una noche discutimos fuerte porque llegó pasada la medianoche y yo, presa del miedo, le grité más de lo que debía.
—¡No soy una niña! —me gritó ella, con los ojos llenos de rabia y lágrimas.
—¡Pero sigues siendo mi hija! —le respondí, sintiendo cómo se rompía algo entre nosotras.
Después de eso, las peleas se hicieron más frecuentes. Yo quería protegerla del mundo, pero ella solo quería volar. Un día, simplemente se fue. Empacó sus cosas y se mudó con una amiga al otro lado de la ciudad. Desde entonces, el silencio se instaló entre nosotras como un huésped indeseado.
Las vecinas me preguntan por ella cada vez que me ven en la tienda.
—¿Y Valeria? ¿Hace rato no la vemos por aquí? —me dice doña Carmen mientras pesa los tomates.
—Está bien, estudiando mucho —miento, forzando una sonrisa que me duele hasta los huesos.
En las noches, reviso una y otra vez nuestras fotos antiguas: Valeria en su uniforme escolar, Valeria soplando las velas de su quinceañero, Valeria abrazándome el día que recibió su carta de admisión a la universidad. ¿En qué momento se volvió todo tan difícil? ¿Fue mi culpa por querer protegerla demasiado? ¿O fue el mundo el que nos separó?
A veces escucho su risa en los pasillos del hospital cuando paso por pediatría. Me detengo un segundo, ilusa, pensando que es ella. Pero no es más que el eco de mis recuerdos.
Mi hermana Lucía me dice que le dé tiempo.
—Las hijas siempre vuelven, Ana —me asegura mientras sirve café en la cocina—. A veces necesitan perderse para encontrarse.
Pero yo tengo miedo de que Valeria no quiera volver nunca. He intentado todo: mensajes, llamadas, incluso le mandé una carta por correo tradicional. Nada. El silencio es mi única respuesta.
El domingo pasado fue su cumpleaños. Preparé su comida favorita: arroz con pollo y ensalada de aguacate. Puse la mesa para dos y esperé hasta que el sol se escondió detrás de los cerros. Nadie llegó. Me senté frente a su plato intacto y lloré como no lo hacía desde que era niña.
Esa noche soñé con ella. En el sueño, Valeria era pequeña otra vez y corría hacia mí con los brazos abiertos. Me desperté empapada en lágrimas y con el corazón apretado.
Hoy decidí salir a caminar por el barrio para despejarme. Pasé frente a la universidad donde estudia Valeria y me detuve un momento frente a la reja. Vi a varias jóvenes salir riendo, abrazadas a sus madres. Sentí una punzada de celos y tristeza tan profunda que tuve que apoyarme en un árbol para no caerme.
De regreso a casa, encontré a Lucía esperándome en la puerta.
—Ana, tienes que dejarla respirar —me dijo suavemente—. A veces el amor aprieta tanto que asfixia.
Me quedé pensando en sus palabras toda la tarde. Tal vez fui demasiado dura, demasiado exigente. Tal vez no supe escuchar cuando ella más lo necesitaba.
Al caer la noche, me senté frente al teléfono una vez más y escribí otro mensaje: “Valeria, sé que cometí errores. Te extraño todos los días y siempre estaré aquí para ti.” Dudé antes de enviarlo, pero al final lo hice. No sé si lo leerá o si algún día responderá.
Mientras apago las luces y me preparo para dormir sola otra vez, me pregunto: ¿Cuántas madres estarán viviendo este mismo silencio? ¿Cuántas hijas sienten que deben alejarse para ser libres? Si alguna vez lees esto, hija mía, solo quiero que sepas que aquí estaré siempre… esperando tu regreso.