Te espero en cinco años: Promesa rota en el corazón de México

—¿Por qué te vas, Julián? —le grité esa noche, mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina y los truenos hacían temblar las ventanas. Él no me miró a los ojos. Sostenía una maleta vieja y el olor a perfume barato de otra mujer lo envolvía como un fantasma. Mis hijos, Mariana y Emiliano, lloraban en el cuarto contiguo, abrazados a mi falda.

—No puedo más, Lucía. Necesito vivir, sentirme vivo otra vez —dijo con voz quebrada. Me acerqué, temblando de rabia y miedo.

—¿Y nosotros? ¿Tus hijos? ¿Yo? —le pregunté, pero él ya estaba en la puerta.

—Te juro que en cinco años regreso. Cuando todo sea diferente. Cuando pueda darles algo mejor —me prometió antes de perderse bajo la lluvia.

Así empezó mi infierno. Era 1993 en un barrio polvoriento de Toluca. Julián se fue con una mujer más joven, una tal Fernanda que vendía cosméticos en el mercado. Me dejó con dos niños pequeños, una deuda enorme y la vergüenza de ser «la abandonada» del vecindario. Mi suegra dejó de hablarme; mis padres me recibieron con reproches: «Eso te pasa por casarte tan joven».

Las noches eran eternas. Mariana se orinaba en la cama y Emiliano se negaba a comer. Yo lavaba ajeno y vendía tamales en la esquina para sobrevivir. A veces, cuando el hambre apretaba, les daba agua con azúcar para engañar al estómago. Nunca les hablé mal de su padre, aunque por dentro lo maldecía cada día.

Pasaron los años y la promesa de Julián se volvió una sombra que nos seguía a todos lados. Cada cumpleaños, Mariana preguntaba: «¿Papá vendrá este año?» Yo le mentía: «Claro que sí, hija. Él nunca olvida». Pero yo sí recordaba cada lágrima, cada noche en vela esperando un milagro.

Una tarde, mientras recogía ropa del tendedero, vi a Fernanda pasar en un coche nuevo. Llevaba a Julián al lado, riendo como si nunca hubiera tenido otra familia. Sentí que me ahogaba en rabia e impotencia. Quise correr tras ellos y gritarles todo el dolor que me habían causado, pero me quedé paralizada, apretando las sábanas mojadas contra el pecho.

El tiempo siguió su curso. Mariana se volvió rebelde; empezó a faltar a la secundaria y a juntarse con muchachos mayores. Emiliano se encerró en sí mismo y dejó de hablarme durante meses. Una noche lo encontré llorando en silencio, abrazado a una foto vieja donde Julián lo cargaba de bebé.

—¿Por qué nos dejó, mamá? —me preguntó con voz rota.

No supe qué responderle. Solo lo abracé fuerte y lloramos juntos hasta quedarnos dormidos.

Cinco años después, justo cuando había aprendido a vivir sin esperanza, alguien tocó la puerta una tarde lluviosa. Mariana abrió y se quedó helada.

—Mamá… es papá —susurró.

Julián estaba ahí, envejecido y derrotado. Sus ojos buscaban los míos con miedo y arrepentimiento.

—Lucía… vengo a cumplir mi promesa —dijo con voz temblorosa.

El silencio fue brutal. Mariana lo miró con odio; Emiliano ni siquiera salió del cuarto. Yo sentí que el corazón se me partía en dos.

—¿Y ahora qué quieres? ¿Que te reciba como si nada? —le solté entre lágrimas.

—Perdóname… Fernanda me dejó. Perdí todo. Solo me quedan ustedes —confesó, bajando la cabeza.

La rabia me quemaba por dentro. Recordé todas las veces que mis hijos preguntaron por él, todas las humillaciones que pasé para darles de comer.

—No somos tu refugio ni tu premio de consolación —le dije firme—. Aquí ya no hay lugar para ti.

Julián cayó de rodillas, llorando como un niño. Mariana lo miró con desprecio; Emiliano cerró la puerta con fuerza.

Esa noche no dormí. Pensé en todo lo que había perdido y ganado en esos cinco años: dignidad, fuerza, amor propio. Al amanecer, Julián se fue sin mirar atrás.

Hoy mis hijos son adultos; Mariana es enfermera y Emiliano maestro rural. A veces hablamos de Julián como si fuera un personaje lejano de otra vida. Yo sigo aquí, vendiendo tamales y sonriendo con orgullo por todo lo que logré sola.

¿De verdad merecen perdón quienes destruyen una familia por egoísmo? ¿O hay heridas que nunca sanan? Los leo…