“Tienes un mes para irte de mi casa”: El día que mi suegra me echó a la calle

—¡Tienes un mes para irte de mi casa, Mariana!— gritó Doña Carmen, su voz retumbando en la sala como un trueno inesperado. Sentí cómo la sangre se me iba a los pies. Julián, mi esposo desde hacía apenas un mes, bajó la mirada y apretó los labios, sin atreverse a decir nada. Yo lo miré buscando apoyo, una palabra, una caricia, pero él solo se quedó ahí, inmóvil, como si la decisión de su madre fuera una ley divina.

No podía creerlo. Habíamos regresado de la luna de miel hacía dos semanas y aún no terminábamos de desempacar las maletas. Yo había dejado mi trabajo y mi pequeño departamento en Puebla para mudarme a la Ciudad de México con Julián, convencida de que juntos podríamos empezar una nueva vida. Pero ahora, en medio de la sala decorada con vírgenes y fotos familiares, sentía que todo se desmoronaba.

—¿Por qué, Doña Carmen? ¿Qué hice mal?— pregunté con la voz temblorosa.

Ella me miró con esos ojos duros que nunca supe descifrar.

—No es nada personal, Mariana. Pero aquí mando yo. Y no quiero problemas ni cambios en mi casa. Ya bastante tengo con mantener este techo para todos. Si quieren hacer su vida, háganla fuera de aquí.

Julián seguía callado. Yo lo miré con rabia y tristeza. ¿Por qué no decía nada? ¿Por qué no me defendía? ¿Acaso no éramos un equipo?

Esa noche no dormí. Me senté en el borde de la cama mientras Julián fingía dormir. Las lágrimas me corrían por las mejillas y sentía una mezcla de miedo y furia. Recordé a mi mamá diciéndome antes de casarme: “Ten cuidado, hija. En las casas ajenas nunca eres dueña de nada”.

Al día siguiente intenté hablar con Julián.

—¿De verdad vas a dejar que tu mamá decida por nosotros?— le pregunté.

Él suspiró y se encogió de hombros.

—Es su casa, Mariana. No podemos hacer nada. Además… no tenemos dinero para rentar algo ahora.

Sentí que me ahogaba. Yo había ahorrado algo antes de casarnos, pero Julián insistió en gastarlo todo en la boda y la luna de miel. Ahora estábamos atrapados.

Pasaron los días y el ambiente en la casa se volvió insoportable. Doña Carmen me ignoraba o me lanzaba indirectas cada vez que podía. “Aquí las cosas se hacen como yo digo”, repetía mientras cocinaba o limpiaba. Yo intentaba ayudarla, pero siempre encontraba algo que criticarme: “Así no se lava el arroz”, “No sabes doblar bien la ropa”, “En esta casa no se desayuna tan tarde”.

Una tarde escuché a Doña Carmen hablando por teléfono con su hermana:

—Te lo dije, Tere. Esa muchacha no es para mi Julián. Muy calladita, pero quién sabe qué intenciones trae…

Me dolió escuchar eso. Yo solo quería formar una familia, ser feliz con Julián y demostrar que podía ser una buena esposa. Pero cada día me sentía más pequeña, más invisible.

El último domingo antes de irnos, mi mamá vino a visitarme. Me abrazó fuerte y me susurró al oído:

—No te dejes humillar, hija. Ustedes son jóvenes, pueden salir adelante solos.

Esa noche tomé una decisión. No iba a esperar a que nos echaran como perros callejeros. Hablé con Julián:

—Mañana mismo busco trabajo y un cuarto donde vivir. No me importa si es pequeño o feo, pero será nuestro.

Él me miró sorprendido.

—¿Y si no encontramos nada?

—Prefiero dormir en el suelo contigo que seguir aquí sintiéndome una extraña.

Al día siguiente salí temprano a buscar trabajo. Caminé por las calles del centro preguntando en cafeterías, tiendas y oficinas. Al mediodía conseguí un puesto como recepcionista en una clínica dental. No era lo que soñaba, pero era un comienzo.

Con el primer sueldo rentamos un cuartito en Iztapalapa: paredes descascaradas, baño compartido y una ventana diminuta por donde apenas entraba el sol. Pero era nuestro refugio.

Los primeros meses fueron duros. Julián estaba deprimido; extrañaba la comodidad de la casa de su madre y se quejaba por todo: el ruido de los vecinos, el calor sofocante, la falta de dinero. Yo trabajaba doble turno y llegaba agotada, pero al menos podía respirar tranquila.

Una noche discutimos fuerte:

—¡Tú tienes la culpa de todo esto!— gritó Julián— Si hubieras aguantado un poco más…

—¿Aguantar qué? ¿Que tu mamá me humillara todos los días? ¡No! Prefiero luchar por nosotros aunque sea difícil.

Él se quedó callado y esa noche durmió en el suelo.

Poco a poco las cosas empezaron a mejorar. Conseguí otro trabajo los fines de semana y Julián también encontró empleo como repartidor. Con esfuerzo logramos comprar una estufa usada y algunos muebles viejos para el cuarto.

Un día recibí una llamada inesperada: era Doña Carmen.

—Mariana… ¿cómo están?— Su voz sonaba menos dura.

—Bien, Doña Carmen. Trabajando mucho pero saliendo adelante.

Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.

—Bueno… si necesitan algo… ya saben dónde estoy.

Colgué sintiendo una mezcla extraña de alivio y tristeza. Tal vez nunca sería parte de esa familia como soñé, pero al menos había recuperado mi dignidad.

Hoy escribo esto desde nuestro pequeño departamento —ya no es solo un cuarto— mientras Julián juega con nuestra hija en el piso. A veces pienso en todo lo que sufrí y me pregunto: ¿Cuántas mujeres más tendrán que elegir entre su dignidad y las expectativas familiares? ¿Vale la pena sacrificar tus sueños por complacer a otros?

¿Y tú? ¿Qué hubieras hecho en mi lugar?