Todo lo que nunca dijimos: La última llamada de mi padre
—¿Señor Alejandro Norberto? —La voz al otro lado del teléfono era formal, casi fría, como si no supiera que estaba a punto de abrir una herida que nunca terminó de cerrar.
—Sí, soy yo —respondí, aunque mi voz tembló apenas. No reconocí el nombre de inmediato. Norberto. Ese apellido era como un eco lejano, una sombra en la memoria. Pero cuando la mujer del asilo mencionó el nombre completo: Norberto Alejandro, sentí un golpe en el pecho. Mi padre. El hombre que se fue una mañana sin decir adiós, dejando a mi madre con tres hijos y una casa llena de silencios.
—Su padre está muy enfermo. Preguntó por usted —dijo la mujer, y sentí que el tiempo retrocedía treinta años. Vi a mi madre llorando en la cocina, a mis hermanos peleando por el último trozo de pan, y a mí mismo, con apenas ocho años, preguntando cuándo volvería papá.
Colgué sin saber qué hacer. Mi esposa, Mariana, me miró desde la mesa del comedor.
—¿Quién era? —preguntó, notando mi palidez.
—Mi papá… Bueno, Norberto —corregí. No podía llamarlo «papá» sin sentir un nudo en la garganta.
Mariana se acercó y tomó mi mano. —¿Vas a ir?
No respondí. ¿Para qué? ¿Para escuchar excusas? ¿Para ver a un viejo que nunca quiso saber de nosotros?
Esa noche no dormí. Los recuerdos me asaltaron como ladrones: la vez que Norberto me llevó al estadio de fútbol en Monterrey, su risa fuerte cuando ganaba el América, el olor a tabaco y sudor después de trabajar en la fábrica. Pero también recordé los gritos, las discusiones con mamá, el portazo final.
Al día siguiente, llamé a mi hermana Lucía.
—¿Supiste lo de Norberto? —pregunté.
Ella guardó silencio unos segundos. —No quiero saber nada de ese hombre. Si tú vas, es tu decisión.
Mi hermano menor, Esteban, fue más duro:
—Que se pudra solo. ¿Ahora sí se acuerda de nosotros?
Pero algo dentro de mí no me dejó tranquilo. Tal vez era curiosidad. Tal vez era la necesidad de cerrar un ciclo que había dejado abierto toda mi vida.
Tomé el camión rumbo al asilo en las afueras de Monterrey. El trayecto fue largo y caluroso; el aire acondicionado apenas funcionaba y los vendedores ambulantes subían y bajaban ofreciendo dulces y refrescos. Miraba por la ventana los barrios humildes, los niños jugando descalzos en la calle, las madres regañando desde las puertas. Pensé en mi propia infancia y sentí rabia. ¿Por qué nos dejó? ¿Por qué nunca volvió?
El asilo olía a desinfectante y soledad. Una enfermera me condujo hasta una habitación pequeña donde un hombre encorvado miraba por la ventana.
—Norberto —dije apenas.
Él giró lentamente. Sus ojos eran los mismos: oscuros, intensos. Pero su cuerpo era apenas una sombra del hombre fuerte que recordaba.
—Alejandro… —susurró. Su voz era débil pero reconocible.
No supe qué decir. Me quedé parado junto a la puerta, como si pudiera salir corriendo en cualquier momento.
—Pensé que no vendrías —dijo él, con una sonrisa triste.
—No sé por qué vine —admití.
Hubo un silencio incómodo. Afuera, alguien gritaba órdenes en la cocina; el olor a frijoles quemados llenaba el pasillo.
—¿Por qué te fuiste? —pregunté al fin, sintiendo cómo se me quebraba la voz.
Norberto bajó la mirada. —No hay excusa suficiente… Era joven, tonto… Me sentía atrapado. Pensé que ustedes estarían mejor sin mí.
—Te equivocaste —dije con amargura.
Él asintió y sus ojos se llenaron de lágrimas. Por un momento vi al hombre derrotado que era ahora, no al monstruo de mis recuerdos.
—He pensado en ustedes todos los días —susurró—. Pero nunca tuve el valor de regresar.
Sentí una mezcla de rabia y compasión. Quise gritarle todo lo que sufrimos: los días sin comida suficiente, las noches en que mamá lloraba en silencio para que no la escucháramos, las veces que tuve que dejar la escuela para trabajar vendiendo periódicos en la esquina.
Pero también sentí lástima. Nadie merece morir solo.
Me senté junto a su cama y hablamos durante horas. Me contó historias de su juventud en Veracruz, de cómo conoció a mamá bailando danzón en la plaza principal, de sus sueños rotos y sus miedos más profundos. Yo le hablé de mis hijos, de Mariana, de mis propios errores como padre.
Al final del día, Norberto me tomó la mano con fuerza inesperada.
—Perdóname —dijo simplemente.
No respondí. No estaba listo para perdonarlo. Pero tampoco podía odiarlo más.
Regresé a casa confundido. Mariana me abrazó fuerte cuando llegué.
—¿Y ahora qué vas a hacer? —me preguntó.
No lo sabía. Lucía y Esteban seguían negándose a verlo. Yo iba cada semana al asilo; le llevaba pan dulce y le contaba historias de la familia. Poco a poco, el rencor fue cediendo espacio a una extraña paz.
Un mes después, Norberto murió mientras dormía. En su mesita encontré una carta dirigida a nosotros:
«A mis hijos: Sé que no merezco su perdón ni su cariño. Solo quiero que sepan que los amé siempre, aunque fui demasiado cobarde para demostrarlo. Ojalá algún día puedan recordar algo bueno de mí.»
Lloré como no había llorado desde niño. No por él solamente, sino por todo lo que nunca dijimos, por las palabras tragadas por el orgullo y el miedo.
Hoy miro a mis hijos jugar en el patio y me prometo ser diferente. Hablar siempre, aunque duela; abrazar aunque cueste; pedir perdón aunque parezca tarde.
¿Vale la pena cargar toda la vida con rencores heredados? ¿O es mejor soltar y buscar nuestra propia paz? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?