Todo por mi hijo: La historia de una madre olvidada
—¿Por qué no contestas, hijo? —mi voz temblaba mientras marcaba por quinta vez el número de Daniel. El tono sonaba, pero nadie respondía. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina de mi pequeña casa en las afueras de Tegucigalpa. Me senté en la cama, abrazando el teléfono como si fuera lo último que me quedaba de él.
Desde que Daniel se fue a estudiar a la capital, mi vida se llenó de silencios. Yo, Marta González, vendedora de tortillas y lavandera desde los catorce años, había hecho hasta lo imposible para que él tuviera una vida diferente. Recuerdo las noches en que llegaba a casa con las manos partidas y la espalda doblada, pero con el corazón lleno de esperanza porque mi hijo era el primero en la familia en ir a la universidad.
—Mamá, algún día te sacaré de aquí —me prometía Daniel cuando era niño, mientras yo le peinaba el cabello antes de ir a la escuela.
Pero los años pasaron y las promesas se fueron desvaneciendo. Daniel se graduó con honores y consiguió trabajo en un banco importante. Al principio me llamaba cada semana, luego cada mes… hasta que un día dejó de llamar. Yo seguía enviándole mensajes: “¿Cómo estás, hijo? ¿Comiste bien? ¿Te hace falta algo?” Pero las respuestas eran cada vez más cortas, hasta que un día no hubo ninguna.
Mi vecina, Doña Rosa, trataba de consolarme:
—No te preocupes, Marta. Los hijos se distraen cuando crecen. Ya verás que vuelve.
Pero yo sentía que algo se había roto entre nosotros. El barrio murmuraba:
—¿Viste a Marta? Su hijo ya ni la visita…
El dolor era más fuerte que cualquier cansancio físico. Me preguntaba en qué momento lo perdí. ¿Fue cuando le negué un juguete porque no alcanzaba el dinero? ¿O cuando le exigí que estudiara en vez de salir a jugar fútbol con los demás niños?
Una tarde, mientras lavaba ropa ajena en el río, escuché a unas mujeres hablar de Daniel:
—Dicen que ahora anda con una muchacha rica… Que hasta se cambió el apellido para sonar más elegante.
Sentí una punzada en el pecho. ¿Era posible que mi hijo negara sus raíces? ¿Que negara a su propia madre?
Pasaron los meses y mi salud empezó a deteriorarse. La diabetes avanzaba y las fuerzas me abandonaban poco a poco. Un día caí desmayada en la cocina. Doña Rosa me llevó al hospital público. Allí, entre sábanas ásperas y olor a desinfectante barato, pensé que tal vez era mi final.
—¿Tiene algún familiar a quien llamar? —me preguntó una enfermera joven.
—Mi hijo… Daniel González —susurré, dándole su número.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que escuché su voz en la puerta:
—Mamá…
Abrí los ojos y lo vi: elegante, con traje caro y mirada cansada. Por un momento no supe si era un sueño o realidad.
—¿Por qué viniste? —le pregunté con voz débil.
—Me llamaron del hospital… No sabía que estabas tan mal —dijo sin mirarme a los ojos.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿No sabías? ¿O no querías saber?
Daniel guardó silencio. Se sentó junto a mi cama y tomó mi mano. Sentí su piel suave, tan diferente a la mía, curtida por años de trabajo.
—Perdóname, mamá —susurró—. Me perdí en todo esto… El trabajo, la gente… Quería darte una vida mejor pero me olvidé de ti.
Las lágrimas rodaron por mis mejillas. No sabía si creerle o no. El dolor del abandono era profundo, pero el amor de madre es terco y nunca muere del todo.
Pasé semanas recuperándome. Daniel venía todos los días al hospital. Me traía frutas, medicinas y hasta me leía cartas de sus amigos del banco. Poco a poco volvimos a hablar como antes, aunque algo en mí había cambiado para siempre.
Un día le pregunté:
—¿Por qué nunca volviste al barrio?
Daniel bajó la cabeza:
—Me daba vergüenza… No quería que mis compañeros supieran de dónde vengo. Pensé que si me alejaba podía empezar de nuevo.
Le miré fijamente:
—Nadie puede huir de sus raíces, hijo. Lo que somos nos sigue donde vayamos.
Él asintió en silencio. Empezó a visitar más seguido el barrio; incluso ayudó a Doña Rosa con unas reparaciones en su casa y organizó una colecta para los niños del vecindario.
Pero la vida no es una telenovela donde todo se resuelve fácil. Un día llegó una mujer joven al hospital mientras yo aún estaba internada. Era Lucía, la novia de Daniel. Venía de familia acomodada y su mirada era fría como el mármol.
—Señora Marta —me dijo sin rodeos—, Daniel tiene una vida nueva ahora. No queremos problemas ni escándalos familiares.
Sentí cómo se me helaba la sangre.
—¿Problemas? Yo solo soy su madre.
Lucía suspiró:
—Usted no entiende cómo funcionan las cosas en nuestra familia. Daniel debe pensar en su futuro…
Me quedé callada. Cuando Daniel llegó esa tarde le conté lo sucedido. Él se enfureció:
—¡Nadie va a separarme de ti! Si Lucía no lo entiende, entonces no es para mí.
Esa noche lloré en silencio. No quería ser motivo de conflicto para mi hijo, pero tampoco podía soportar ser invisible.
Al salir del hospital volví a mi casa humilde. Daniel me visitaba cada fin de semana; traía comida y arreglaba lo que podía. Pero noté que estaba triste, distraído… Un día le pregunté:
—¿Estás bien?
Él suspiró:
—Lucía me dejó… Dice que no puede estar con alguien que no reniega de su pasado.
Lo abracé fuerte.
—Hijo, nunca te avergüences de quién eres ni de dónde vienes. Si alguien te ama, te acepta completo.
Con el tiempo Daniel encontró paz consigo mismo. Consiguió otro trabajo menos exigente y empezó a dar clases en una escuela pública del barrio. Ayudaba a jóvenes como él alguna vez fue: llenos de sueños pero sin oportunidades.
Yo seguí luchando con mi salud, pero ya no me sentía sola. El barrio volvió a mirarme con respeto; algunos hasta venían a pedirme consejos sobre sus propios hijos.
A veces pienso en todo lo que pasó y me pregunto: ¿Cuántas madres como yo hay en Latinoamérica? ¿Cuántos hijos olvidan sus raíces buscando aceptación?
Hoy miro a Daniel y sé que valió la pena cada sacrificio, aunque el dolor nunca desaparece del todo. Pero también aprendí que el amor verdadero siempre encuentra el camino de regreso.
¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez ese vacío del abandono? ¿Qué harían si sus propios hijos les dieran la espalda por vergüenza o ambición?