Todo se quedó con ella: Una historia de pérdida, familia e invisibilidad

—¿Por qué todo tiene que ser así? —susurré, apretando entre mis manos la última foto donde Julián y yo sonreíamos juntos, niños aún, antes de que la vida nos separara con silencios y distancias. El velorio había terminado hacía unas horas, pero la casa de mi hermano seguía llena de murmullos, platos sucios y miradas esquivas. Nadie parecía notar que yo estaba ahí, sentada en la esquina del sofá, invisible como siempre.

Mi cuñada, Verónica, caminaba por la sala con paso firme, dando órdenes a sus hijos y a los primos que habían venido desde Veracruz. «Guarden los relojes de Julián en mi cuarto. No quiero que nadie los toque», dijo en voz alta. Sentí un nudo en la garganta. Esos relojes los coleccionó Julián desde que éramos adolescentes. Siempre me decía: «Algún día te voy a regalar uno, para que nunca llegues tarde a nada importante». Pero ese día nunca llegó.

Mi madre, sentada junto a la ventana, apenas levantó la vista cuando me acerqué. «¿Ya comiste algo, Lucía?», preguntó sin mirarme realmente. Asentí, aunque no era cierto. No tenía hambre; tenía un hueco en el estómago que ni el pozole ni las tortillas calientes podían llenar.

La casa olía a flores marchitas y café recalentado. Afuera, los vecinos pasaban despacio, algunos persignándose al ver el moño negro en la puerta. Adentro, yo sentía que todo lo que alguna vez fue mío —mi hermano, mi familia, mi lugar— se desvanecía como el humo del incienso.

Cuando llegó el notario para leer el testamento, Verónica me lanzó una mirada rápida, casi desafiante. «Julián dejó todo en orden», anunció ella antes de que el hombre abriera la carpeta. «Él quería que sus hijos y yo estuviéramos protegidos».

El notario leyó los papeles con voz monótona: la casa, el auto viejo que Julián arreglaba los domingos, las cuentas del banco… todo para Verónica y sus hijos. Ni una palabra sobre mí. Ni una mención a esa hermana que lo cuidó cuando se rompió el brazo jugando fútbol en la primaria, que lo defendió de los matones del barrio cuando éramos adolescentes.

Sentí una punzada de rabia mezclada con vergüenza. ¿Era tan fácil borrarme? ¿Tan sencillo olvidarse de mí?

Después del trámite, me acerqué a Verónica en la cocina. «¿Puedo quedarme con alguna foto de Julián? O con uno de sus libros…»

Ella me miró de arriba abajo, como si le pidiera algo indebido. «Mira, Lucía, tú sabes cómo son estas cosas. Julián quería que todo quedara en familia. Pero si quieres una foto… escoge la que quieras de las que están en la caja azul».

La caja azul estaba llena de papeles viejos y fotos dobladas. Busqué entre ellas una donde salíamos los dos en el río Papaloapan, riendo bajo el sol. La guardé en mi bolso y salí al patio para respirar.

Mi madre se acercó despacio. «No te pongas así, hija. Verónica tiene niños pequeños. Tú ya estás grande y puedes salir adelante sola».

—¿Y eso qué tiene que ver? —le respondí con voz temblorosa—. ¿Acaso yo no soy parte de esta familia?

Ella suspiró y bajó la mirada. «Las cosas son así desde siempre. El hombre deja todo a su esposa y a sus hijos».

Me sentí más sola que nunca. Recordé las tardes en que Julián y yo jugábamos a construir casas con cajas de cartón en el patio trasero. Éramos inseparables entonces; ahora ni siquiera tenía derecho a un recuerdo digno.

Esa noche dormí en el cuarto donde Julián guardaba sus herramientas. El olor a aceite y madera me hizo llorar en silencio. Pensé en irme al amanecer sin despedirme de nadie, pero algo me detuvo: una carta arrugada entre los cajones.

La abrí con manos temblorosas. Era para mí:

«Lucía,
Si estás leyendo esto es porque ya no estoy. Perdóname por no haberte dicho más veces cuánto te quiero y cuánto te admiro por tu fuerza. Sé que no te dejo mucho materialmente, pero espero que nunca olvides lo importante: tú eres mi hermana y siempre lo serás, aunque el mundo quiera hacernos invisibles.
Con amor,
Julián»

Leí la carta una y otra vez hasta quedarme dormida abrazándola.

Al día siguiente, antes de irme, busqué a Verónica una vez más.

—Gracias por dejarme quedarme anoche —le dije—. Solo quería decirte que Julián siempre me habló bien de ti y de los niños. Espero que encuentren paz.

Ella asintió sin decir nada más.

Salí a la calle con mi foto y la carta apretadas contra el pecho. El sol brillaba sobre las casas humildes del barrio, sobre las cicatrices invisibles que deja la familia cuando olvida a uno de los suyos.

Ahora camino sola, pero llevo conmigo el único tesoro que nadie puede quitarme: el amor imperfecto y silencioso de mi hermano.

¿De verdad vale más el dinero que los recuerdos? ¿Cuántos de nosotros hemos sido borrados por quienes más amamos? Los leo.