Todos lo sabían, menos yo: Vida entre traiciones en un edificio de Buenos Aires

—¿Por qué llegaste tan tarde, Julián?— pregunté, sintiendo el temblor en mi voz mientras el reloj marcaba las dos de la mañana y la ciudad seguía viva allá afuera, indiferente a mi angustia. Él evitó mi mirada, se quitó los zapatos y murmuró algo sobre una reunión de trabajo que se alargó. Pero yo ya no podía ignorar el perfume ajeno en su camisa, ese aroma dulce y familiar que no era mío.

Me llamo Mariana. Durante quince años viví convencida de que tenía la familia perfecta: un esposo trabajador, una hija adolescente que soñaba con ser bailarina y una vida tranquila en un edificio de Buenos Aires, donde todos se conocían y los chismes viajaban más rápido que el ascensor. Mi mejor amiga, Lucía, vivía dos pisos arriba; compartíamos mate, secretos y risas en la terraza mientras los chicos jugaban en el patio.

Pero esa noche, mientras Julián se duchaba, revisé su celular. No era algo que solía hacer, pero la ansiedad me carcomía desde hacía semanas. Ahí estaban los mensajes: palabras dulces, promesas, fotos. Y el nombre de Lucía brillando en la pantalla como una herida abierta.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cómo todos pudieron saberlo menos yo? Recordé las miradas esquivas de los vecinos, los silencios incómodos en el ascensor, las veces que Lucía canceló nuestros encuentros a último minuto. Todo encajaba ahora, como piezas de un rompecabezas cruel.

Al día siguiente, enfrenté a Julián. No gritamos; no hacía falta. El silencio era más brutal que cualquier palabra. Él bajó la cabeza y confesó todo. «No sé cómo pasó, Mariana. Me sentía solo, perdido… Lucía estaba ahí». Sentí náuseas. ¿Y yo? ¿No estaba yo siempre ahí?

La noticia corrió por el edificio como pólvora. Doña Rosa, la portera, me miraba con lástima cada vez que bajaba a buscar el correo. Los vecinos murmuraban detrás de las puertas. Mi hija, Sofía, lloraba en silencio por las noches, preguntándose si todo era culpa suya.

Lucía intentó hablar conmigo. Una tarde tocó mi puerta con los ojos hinchados de tanto llorar. «Perdoname, Mari. No sé qué me pasó… Te juro que no quise lastimarte». Cerré la puerta sin responderle. No tenía fuerzas para escuchar excusas.

Los días se volvieron grises. Dejé de salir a la terraza, de tomar mate con los vecinos, de reírme con Sofía. Me sentía invisible y expuesta al mismo tiempo; todos sabían mi historia antes que yo misma.

Una noche escuché a Sofía llorar en su cuarto. Entré y la abracé fuerte. «No es tu culpa, mi amor», le susurré. «Nada de esto es tu culpa». Ella me miró con esos ojos grandes y asustados que heredó de Julián y me preguntó: «¿Vas a perdonar a papá?» No supe qué responderle.

Los meses pasaron y Julián se fue del departamento. El silencio se hizo aún más pesado, pero también más honesto. Empecé a salir a caminar por el barrio, a mirar las vidrieras llenas de ropa colorida que nunca me animé a comprar. Un día entré a una librería y compré un cuaderno nuevo. Empecé a escribir todo lo que sentía: rabia, tristeza, miedo… pero también esperanza.

Poco a poco recuperé mi espacio en el edificio. Doña Rosa me invitó un día a tomar café en su pequeño departamento lleno de plantas y fotos antiguas. «Vos sos fuerte, Mariana», me dijo mientras me servía una medialuna caliente. «No dejes que nadie te haga sentir menos».

Sofía volvió a sonreír cuando la llevé a su primera clase de danza después de meses sin salir de casa. La vi girar en puntas de pie y sentí que algo dentro mío también giraba, como si la vida me diera otra oportunidad.

Lucía se mudó poco después; no soportó el peso de su culpa ni las miradas del edificio. Nunca volvimos a hablar.

Hoy miro hacia atrás y me doy cuenta de que sobreviví a la tormenta. Aprendí a estar sola sin sentirme vacía; aprendí que la traición duele pero no define quién soy. Mi hija es mi motor y mi refugio.

A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres viven historias como la mía detrás de las paredes finas de estos edificios? ¿Cuántos secretos se esconden entre mates compartidos y saludos en el pasillo?

¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron que todos sabían algo sobre su vida menos ustedes mismos?