Treinta años y aún no soy yo: La sombra de mamá
—¡No puedes salir así, Lucía! ¿Qué va a pensar la gente si te ve vestida de esa manera?—. La voz de mi mamá retumba en el pasillo, como un trueno que anuncia tormenta. Tengo treinta años y aún tiemblo ante sus palabras, como cuando tenía diez y me regañaba por ensuciarme la ropa jugando en la calle.
Respiro hondo, miro mi reflejo en el espejo: una blusa sencilla, jeans, el cabello suelto. Nada fuera de lo común. Pero para mamá, cualquier intento de independencia es una amenaza. —Mamá, sólo voy a tomar un café con Mariana—, respondo con voz temblorosa. Ella me mira con esos ojos negros que no admiten réplica.
—¿Y si te pasa algo? ¿Y si te encuentras con ese muchacho otra vez?—. Se refiere a Diego, el único hombre que he intentado presentar en casa. Mamá lo despreció desde el primer momento: “No tiene futuro”, sentenció, y yo, como siempre, me rendí ante su juicio.
En este barrio de Guadalajara, donde todos se conocen y los chismes vuelan más rápido que los autos en la avenida López Mateos, ser la hija soltera de doña Teresa es casi un estigma. Mis amigas ya tienen hijos, esposos, casas propias. Yo sigo aquí, en el mismo cuarto donde crecí, rodeada de peluches viejos y diplomas escolares que nunca se tradujeron en una vida propia.
A veces escucho a mamá hablar por teléfono con mi tía Rosa: —Lucía es tan buena hija, nunca me deja sola. Siempre está aquí para mí—. Y yo siento una mezcla de orgullo y rabia. ¿Soy buena hija o simplemente cobarde?
Recuerdo cuando tenía diecisiete y soñaba con estudiar periodismo en la UNAM. Mamá lloró durante días: —¿Cómo vas a dejarme sola? ¿Quién va a cuidarme si te vas a la Ciudad de México?—. Cedí. Me inscribí en la universidad local y cada día sentía que mi mundo se hacía más pequeño.
La rutina es siempre la misma: trabajo medio tiempo en una papelería del centro, regreso a casa antes de las siete, ayudo a mamá con la cena y escucho sus historias sobre cómo era la vida antes, cuando papá aún estaba con nosotras y todo parecía más fácil. Papá se fue hace quince años; nunca volvió ni llamó. Mamá dice que los hombres no sirven para nada, que sólo traen problemas.
A veces Mariana me invita a salir los viernes por la noche. —Vamos al cine, Lucía, ya basta de estar encerrada—. Pero siempre invento una excusa: “Mamá no se siente bien”, “Tengo que ayudarle con unas cosas”. Mariana suspira y me mira con lástima.
Una noche, mientras lavaba los platos, escuché a mamá rezar en voz baja: —Diosito, no permitas que Lucía me abandone como lo hizo su padre—. Sentí un nudo en la garganta. ¿Es amor o manipulación lo que me ata a ella?
El domingo pasado fue el cumpleaños de mi prima Fernanda. Toda la familia reunida en casa de los abuelos. Entre risas y música de Vicente Fernández, mi tía Rosa preguntó: —¿Y tú para cuándo, Lucía? Ya tienes treinta…—. Todos rieron menos yo. Mamá intervino rápido: —Mi hija no necesita marido para ser feliz—. Pero vi el brillo de orgullo herido en sus ojos.
Esa noche discutimos. —¿Por qué no puedo tener mi propia vida?— le grité por primera vez en años. Mamá se quedó callada unos segundos y luego lloró como nunca antes la había visto llorar.
—¿No entiendes que eres todo lo que tengo? Si tú te vas… ¿qué voy a hacer yo?—
Me sentí culpable al instante. La abracé y le prometí que nunca la dejaría sola. Pero esa promesa me pesó como una cadena.
El lunes siguiente recibí un correo inesperado: una oferta para trabajar como asistente editorial en una revista digital en Monterrey. Era mi oportunidad. Mariana brincó de emoción cuando se lo conté.
—¡Tienes que irte! ¡Es tu vida!—
Pero yo sólo pensaba en mamá: su salud frágil, su soledad, su miedo a quedarse sola.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si alguna vez sería capaz de tomar una decisión sólo por mí. Si alguna vez dejaría de ser la hija obediente para convertirme en la mujer que siempre quise ser.
El martes por la mañana preparé café para las dos y me senté frente a ella.
—Mamá… me ofrecieron un trabajo en Monterrey—
Ella dejó la taza sobre la mesa y me miró fijamente.
—¿Y piensas dejarme sola?—
Sentí un temblor en las manos.
—No quiero perder esta oportunidad… pero tampoco quiero lastimarte—
Mamá suspiró largo y tendido.
—Haz lo que quieras, Lucía. Pero recuerda que nadie te va a querer como yo—
Me fui al trabajo con el corazón hecho pedazos. Todo el día pensé en esa frase: “Nadie te va a querer como yo”. ¿Era amor o era miedo?
Esa tarde recibí un mensaje de Diego: “Sigo pensando en ti. Si algún día decides vivir tu vida, aquí estaré”.
Me senté en el parque frente a la papelería y lloré como una niña. Por primera vez sentí rabia contra mamá, contra mí misma, contra todos los años perdidos.
Esa noche no regresé temprano a casa. Caminé por las calles del barrio hasta que las luces empezaron a apagarse y sólo quedaban los perros callejeros buscando comida entre las bolsas de basura.
Cuando llegué, mamá estaba sentada en la sala, esperándome con cara de angustia.
—Pensé que te había pasado algo…
Me arrodillé frente a ella y le tomé las manos.
—Mamá, tengo miedo… pero también tengo derecho a vivir mi vida. No quiero dejarte sola, pero tampoco quiero seguir siendo una sombra de lo que podría ser.
Ella lloró otra vez, pero esta vez no intentó detenerme.
Hoy escribo esto mientras hago mi maleta para Monterrey. Siento miedo, sí; pero también esperanza.
¿Hasta cuándo vamos a vivir para complacer los miedos de nuestros padres? ¿Cuándo llega el momento de elegirnos a nosotras mismas?