Tres bodas, un solo destino: El día que mi familia se partió en dos

—¿Por qué tenemos que casarnos el mismo día? —pregunté, apretando el ramo con tanta fuerza que sentí las espinas clavarse en mi palma. Mi madre, doña Lupita, ni siquiera me miró. Seguía revisando la lista interminable de invitados: tíos de Veracruz, primos de Monterrey, hasta los vecinos del barrio en Iztapalapa.

—Porque así lo quiso tu papá —dijo ella, seca, como si eso lo explicara todo.

Mi nombre es Mariana Hernández y ese día, el 14 de febrero, no solo era mi boda. También era la boda de mis hermanos: Diego y Valeria. Tres hijos, tres bodas, una sola fiesta. Más de ochocientas personas bajo un toldo gigante en el rancho familiar, con mariachis, banda sinaloense y hasta un grupo norteño para complacer a todos los gustos. Parecía una locura, pero así era mi familia: todo a lo grande, todo para aparentar.

La mañana empezó con gritos y carreras. Mi abuela Rosa lloraba porque no encontraba su rebozo; mi tía Carmen peleaba con la cocinera porque el mole no tenía suficiente chocolate; y yo… yo solo quería un momento de silencio para escuchar mis propios pensamientos. Pero ni eso me permitieron.

—Mariana, ¿ya te maquillaron? —gritó Valeria desde el baño—. ¡Apúrate! Mamá dice que las fotos empiezan en quince minutos.

Me miré al espejo. ¿Era esa mujer vestida de blanco realmente yo? ¿O era solo una pieza más en el teatro familiar? Sentí un nudo en la garganta. No era miedo al matrimonio; era miedo a perderme a mí misma entre tantas expectativas ajenas.

La ceremonia fue un espectáculo. Tres parejas frente al altar, tres sacerdotes turnándose para bendecirnos. Mi papá, don Ernesto, sonreía satisfecho desde la primera fila. Nadie sospechaba que detrás de esa sonrisa se escondía un secreto que estaba a punto de explotar.

La fiesta fue aún más caótica. Los invitados bailaban cumbia y salsa entre mesas decoradas con flores rojas y blancas. Los niños corrían entre los manteles, robando dulces del candy bar. Yo apenas probé bocado; sentía el estómago revuelto por los nervios y por algo más oscuro que no lograba nombrar.

En medio del bullicio, escuché a Diego discutir con papá cerca del bar improvisado:

—No tenías derecho a decidir por nosotros —decía Diego, la voz temblorosa—. Esto no es una boda, es un circo.

—¡Bájale! Aquí nadie te obligó —respondió papá, pero sus ojos evitaban los de mi hermano.

Me acerqué, pero Diego me hizo una seña para que no interviniera. Vi cómo apretaba los puños y supe que algo grave estaba por salir a la luz.

Fue durante el brindis cuando todo se rompió. Papá tomó el micrófono y empezó a hablar de la familia, del honor y del sacrificio. Pero Diego lo interrumpió:

—¿Y el sacrificio de mamá? ¿El tuyo? ¿El nuestro? —gritó—. ¿Cuándo vamos a dejar de fingir?

Un silencio helado cayó sobre la carpa. Mamá bajó la mirada; Valeria me tomó la mano bajo la mesa. Papá intentó seguir hablando, pero Diego no lo dejó:

—Hoy debería ser el día más feliz de nuestras vidas… pero tú solo piensas en lo que dirán los demás. ¿Por qué nunca nos preguntaste qué queríamos?

Las palabras de Diego abrieron una herida vieja. Recordé las veces que papá decidió por nosotros: la escuela privada aunque no quisiéramos, las vacaciones familiares aunque preferíamos quedarnos en casa, hasta las parejas que aprobaba o desaprobaba según su propio criterio.

Valeria rompió a llorar. Yo sentí que el vestido me asfixiaba. Mamá se levantó y salió corriendo hacia la cocina.

Los invitados murmuraban; algunos intentaban calmar a papá, otros miraban con morbo esperando más drama. Yo solo quería desaparecer.

Fue entonces cuando mi abuela Rosa se acercó al micrófono:

—¡Ya basta! —dijo con voz firme—. Esta familia ha vivido demasiado tiempo bajo las reglas de un solo hombre. Hoy es el día de mis nietos, no el tuyo, Ernesto.

La gente aplaudió tímidamente. Papá se quedó sin palabras por primera vez en su vida.

Esa noche, después de que los invitados se fueron y la música se apagó, nos sentamos los tres hermanos en la terraza del rancho. Nadie tenía ganas de celebrar.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Valeria entre sollozos.

Diego suspiró:

—Empezar de nuevo… pero esta vez por nosotros mismos.

Nos abrazamos fuerte, como cuando éramos niños y creíamos que nada malo podía pasarnos si estábamos juntos.

Hoy escribo esto desde mi pequeño departamento en Ciudad de México. Mi matrimonio terminó antes de cumplir un año; el de Valeria tampoco sobrevivió a las expectativas familiares. Solo Diego sigue casado, pero lejos del rancho y de papá.

A veces me pregunto si valió la pena sacrificar nuestra felicidad por un día perfecto ante los ojos del pueblo. ¿Cuántas familias latinoamericanas viven atrapadas en las apariencias? ¿Cuándo aprenderemos a elegir nuestro propio destino?