Tres corazones en un año: la historia de una madre soltera en Medellín

—¿Otra vez, Mariana? ¿No aprendiste la lección la primera vez?— La voz de mi mamá retumbó en la cocina, mientras yo, con las manos temblorosas, sostenía el resultado positivo de la prueba de embarazo. Afuera llovía a cántaros, y el olor a café recién hecho no lograba calmar el nudo en mi garganta.

Tenía veintiséis años y ya era madre de una niña de dos. Pero ese día, en ese pequeño apartamento de Belén, supe que mi vida iba a cambiar para siempre. Lo que nadie imaginaba —ni yo misma— era que ese año traería no uno, sino tres bebés a mi vida. Y ninguno era gemelo ni trillizo. Cada uno llegó con su propio padre, su propia historia y su propio dolor.

La primera fue Luciana. Su papá, Andrés, un taxista que conocí en la universidad nocturna, desapareció apenas supo del embarazo. «No puedo con esto, Mariana. No tengo plata ni cabeza para ser papá», me dijo por WhatsApp antes de bloquearme. Mi mamá lloró conmigo esa noche, pero al día siguiente ya estaba buscando pañales en promoción y preguntando por guarderías.

Apenas Luciana cumplió tres meses, empecé a sentirme rara otra vez. Mareos, cansancio… No podía ser. Pero sí fue: otra prueba positiva. Esta vez el papá era Julián, un vecino que me ayudaba con las bolsas del mercado y me hacía reír cuando la tristeza me ahogaba. Cuando le conté, se quedó mudo. «Mariana… yo… yo no sé si estoy listo para esto». Nunca más volvió a tocar mi puerta.

La noticia corrió como pólvora en el barrio. «Esa muchacha sí es brava», decían las vecinas en la tienda. «¿Y ahora cómo va a hacer?». Yo misma no tenía respuesta. Mi mamá dejó de hablarme por semanas. Mi papá solo me miraba con decepción desde su silla frente al televisor.

Pero la vida no se detuvo. Entre pañales, biberones y noches sin dormir, nació Emiliano. Y cuando creí que ya nada podía sorprenderme, llegó la tercera noticia: estaba embarazada de nuevo. Esta vez fue un error, una noche de soledad y consuelo con Camilo, un compañero del trabajo en el centro comercial. Cuando le conté, se echó a reír nervioso: «Mariana, ¿será que tienes imán para los bebés?». No volvió a contestar mis mensajes.

Tres bebés en menos de un año. Tres padres ausentes. Una sola madre agotada y asustada.

Las cuentas no daban. El arriendo subió, la leche estaba por las nubes y el salario como vendedora apenas alcanzaba para lo básico. A veces tenía que elegir entre comprar pañales o pagar la luz. Mi mamá me ayudaba cuando podía, pero también tenía sus propios problemas.

Una noche, mientras bañaba a los tres —Luciana llorando porque tenía cólicos, Emiliano con fiebre y la pequeña Valeria recién nacida— sentí que me ahogaba. Me senté en el suelo del baño y lloré como nunca antes. «¿Por qué a mí? ¿Por qué sola? ¿Por qué nadie se queda?».

Pero al día siguiente, cuando vi a mis hijos dormidos juntos en la cama grande —sus manitos entrelazadas, sus caritas tranquilas— sentí una fuerza nueva dentro de mí. No podía rendirme. No por ellos.

Empecé a vender arepas caseras en la esquina del barrio después del trabajo. Aprendí a hacer moños y diademas para vender en el colegio de Luciana. A veces las vecinas me compraban por lástima, pero otras veces me felicitaban: «Mariana, usted sí es berraca».

Un día llegó mi mamá con una bolsa llena de ropa usada para los niños y me abrazó fuerte: «Perdóname por juzgarte tanto. Eres más fuerte de lo que pensé».

La familia se fue reconstruyendo poco a poco. Mi papá empezó a jugar con los niños los domingos mientras yo descansaba un rato. Las vecinas dejaron los chismes y empezaron a ayudarme con los mandados o cuidando a los niños cuando tenía que salir temprano.

Pero no todo era fácil. Había días en que el cansancio me vencía y pensaba en rendirme. Otras veces sentía rabia por los padres ausentes, por las miradas de lástima o desprecio en la calle, por los comentarios crueles: «Esa muchacha no aprende».

Una tarde, mientras empacaba arepas para vender, Luciana se acercó y me preguntó: «Mami, ¿por qué no tenemos papá como los otros niños?» Sentí un puñal en el pecho. Me arrodillé frente a ella y le dije: «Porque la vida es diferente para todos, mi amor. Pero aquí estamos juntos y eso es lo más importante».

Hoy mis hijos tienen salud, risas y sueños. Yo tengo cicatrices pero también esperanza. Aprendí a pedir ayuda sin vergüenza y a aceptar que ser madre soltera no es un castigo ni una vergüenza: es una batalla diaria llena de amor y coraje.

A veces me pregunto si algún día podré perdonar a los hombres que se fueron o si mis hijos me reprocharán por haberlos traído al mundo así. Pero cuando los veo correr por la casa y reírse juntos, sé que valió la pena cada lágrima.

¿Será que algún día la sociedad dejará de juzgarnos por nuestros errores y empezará a ver nuestra fuerza? ¿Cuántas Marianas más hay allá afuera luchando solas sin rendirse?