Tres cosas frente al mar
—¿Por qué viniste sola, Mariana? —me preguntó la casera mientras me entregaba las llaves del pequeño departamento con vista al mar.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que mi vida entera cabía en una maleta y que el peso real lo llevaban tres cosas? El suéter de mi papá, aún impregnado con el olor a jabón Zote y a tardes de fútbol en el patio; un rollo de fotos sin revelar, con una etiqueta escrita por mí misma: “para después”; y una carta sellada, con una letra que no era la mía ni la de nadie que reconociera. Una carta gruesa, con un borde azul que parecía un susurro extranjero en medio de mi caos.
Esa noche, el viento golpeaba las ventanas como si quisiera entrar y revolverlo todo. Me senté en la cama, abracé el suéter y sentí el nudo en la garganta. Mi papá había muerto hacía seis meses, y yo no había llorado ni una sola vez. Ni en el funeral en Santiago, ni cuando vendimos la casa, ni cuando mi mamá se fue a vivir con mi tía Olga a Mendoza. Solo ahora, frente al mar, sentía que podía romperme.
El rollo de fotos lo encontré en la última mudanza. Nueve fotos sin revelar. ¿Por qué no las había terminado? ¿Qué había querido guardar para “después”? Me pregunté si alguna imagen podría devolverme algo de lo que había perdido.
La carta era otra historia. La encontré en el cajón de los calcetines de mi papá, junto a una estampita de San Judas Tadeo y un boleto de micro gastado. El sobre estaba sellado con cera azul y tenía mi nombre: Mariana Torres. Pero no era su letra. ¿Quién me escribía desde el pasado?
Esa primera noche soñé con él. Estábamos en la playa de Concón, yo tenía siete años y él me enseñaba a buscar conchitas entre las piedras. “Las cosas importantes siempre están escondidas”, me decía. Desperté llorando, con el suéter apretado contra el pecho.
Pasaron los días y la rutina del mar me fue calmando. Caminaba por la costanera, tomaba café en el kiosco de Don Ernesto y escuchaba las historias de los pescadores. Todos tenían algo que contar: un hijo perdido en el norte, una esposa que se fue a Buenos Aires, una promesa rota bajo la lluvia.
Una tarde, mientras miraba las olas romperse contra las rocas, decidí revelar el rollo. Fui al único laboratorio fotográfico que quedaba en Valparaíso. La señora Rosa me recibió con una sonrisa cansada.
—¿Hace mucho que no revela fotos? —me preguntó.
—Años —respondí—. Este rollo es… especial.
Me miró como si entendiera todo sin que yo dijera nada.
—Vuelva mañana —me dijo—. A veces las imágenes tardan en salir, pero siempre aparecen.
Esa noche no pude dormir. La carta seguía ahí, intacta sobre la mesa. La tentación de abrirla era tan fuerte como el miedo a lo que pudiera encontrar adentro. ¿Y si era algo que cambiaría todo? ¿Y si no estaba lista para saber?
Al día siguiente recogí las fotos. Temblando, abrí el sobre: la primera imagen era de mi papá y yo en la terraza de la casa vieja, riendo como si nada pudiera tocarnos. La segunda era del perro que tuvimos cuando era niña, Pancho, dormido bajo el limonero. Las siguientes eran paisajes: la cordillera nevada, el mercado central lleno de colores, la playa vacía al amanecer.
Pero la última foto… ahí estaba mi papá abrazando a una mujer que no era mi mamá. Una mujer joven, de cabello oscuro y ojos tristes. Detrás de ellos, un niño pequeño jugaba con una pelota roja.
Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.
Corrí al departamento y tomé la carta. Rompí el sello con manos temblorosas y leí:
“Querida Mariana,
Si estás leyendo esto es porque ya no estoy contigo. Hay cosas que nunca supe cómo decirte en vida. La mujer de la foto se llama Lucía y el niño es tu hermano, Matías. Los conocí antes de casarme con tu mamá, pero nunca tuve el valor de contarte la verdad. No quiero que me odies ni que odies a tu madre; ella tampoco lo supo hasta hace poco.
Sé que esto puede doler, pero también sé que tienes derecho a saber quién eres y de dónde vienes. Si algún día quieres conocerlos, Lucía vive en Valparaíso, en la calle Ecuador 1234.
Te quiero más de lo que puedo decirte.
Papá.”
Me quedé sentada horas mirando el mar. ¿Un hermano? ¿Una familia secreta? Sentí rabia, tristeza, miedo… pero también una extraña curiosidad.
Esa noche llamé a mi mamá a Mendoza.
—Mamá… ¿sabías algo de esto?
Hubo un silencio largo al otro lado del teléfono.
—Tu papá me lo contó antes de morir —dijo finalmente—. No quise decírtelo porque pensé que te haría daño… pero ahora creo que tienes derecho a decidir qué hacer con esa parte de tu historia.
Colgué sin saber si odiarla o abrazarla.
Al día siguiente caminé hasta la dirección que mi papá dejó en la carta. El corazón me latía tan fuerte que pensé que todos podían oírlo. Toqué la puerta y salió una mujer con los mismos ojos tristes de la foto.
—¿Lucía? —pregunté con voz temblorosa.
Ella asintió y me miró como si supiera exactamente quién era yo.
—¿Eres Mariana?
No pude hablar; solo asentí mientras las lágrimas caían sin control.
Me invitó a pasar. Adentro estaba Matías, ahora un adolescente alto y serio, jugando videojuegos en el sillón.
—Matías —dijo Lucía—, ven a saludar a tu hermana.
Él me miró sorprendido, luego sonrió tímidamente y me abrazó torpemente.
Pasamos horas hablando. Lucía me contó su historia con mi papá: un amor imposible por las circunstancias, una promesa rota por miedo y vergüenza. Matías me mostró fotos viejas y me preguntó sobre Santiago, sobre mamá, sobre todo lo que nunca pudo preguntar antes.
Esa noche volví al departamento sintiéndome más ligera y más rota al mismo tiempo. El mar seguía rugiendo afuera, pero ya no me asustaba tanto.
Ahora sé que las cosas importantes siempre están escondidas… pero a veces hay que tener el valor de buscarlas aunque duelan.
¿Ustedes qué harían si descubrieran un secreto así? ¿Perdonarían o dejarían todo atrás?