Tres mujeres, una cocina y cero paz: Crónica de un lunes cualquiera
—¡Mamá, te dije que hoy me tocaba a mí! —grité desde la puerta de la cocina, apretando el cuaderno de recetas contra el pecho como si fuera un escudo. El olor a cebolla frita ya inundaba el pasillo del departamento, y supe que mi turno se había evaporado junto con el aceite caliente.
Mi mamá, Lucía, ni siquiera se giró. Seguía picando ají con una precisión que solo los años y las penas pueden dar. —Mariana, si no empiezo ahora, no llego a tiempo para la comida de tu abuela. Además, ¿qué te cuesta esperar media hora?—
—¡Pero vos misma hiciste el horario! Lunes yo, martes vos, miércoles la abuela. ¿Para qué lo pegamos en la heladera si nadie lo respeta?—
En ese momento, la puerta del cuarto se abrió de golpe y apareció mi abuela, Zulema, con su bata floreada y su mirada de sargento retirado. —¿Otra vez discutiendo por la cocina? Cuando yo era joven, compartíamos una sola hornalla entre seis hermanos y nadie se quejaba.—
—Abuela, no es lo mismo. Acá cada una tiene sus cosas. Yo tengo que preparar mi comida para llevar al trabajo. Mamá tiene que hacerle la dieta al perro. Y vos… bueno, vos hacés tus guisos eternos.—
Zulema resopló y se sentó en la mesa. —¿Y qué? ¿Ahora resulta que la juventud no sabe esperar?—
Sentí cómo la rabia me subía por el cuello. No era solo la cocina. Era todo: el espacio reducido, los turnos que nadie respetaba, las miradas de reojo cuando abría una lata en vez de cocinar algo «de verdad». Desde que papá se fue a vivir con su nueva familia en Córdoba, todo se había vuelto más tenso. Mamá trabajaba doble turno en el hospital, yo hacía malabares con mis clases virtuales y mi trabajo en el call center, y la abuela… bueno, ella parecía vivir en un tiempo donde todo era sacrificio y resignación.
—¿Sabés qué? —dije dejando el cuaderno sobre la mesa—. Cociná vos. Yo me arreglo con un sándwich.—
Mamá me miró por fin, con esa mezcla de cansancio y culpa que le conozco desde chica. —No es justo, Marianita. Pero hoy realmente necesito terminar esto.—
Me fui al balcón a respirar aire fresco. Desde ahí veía el patio del edificio, donde los chicos jugaban a la pelota y las vecinas colgaban ropa mientras chusmeaban sobre todo y todos. Cerré los ojos y pensé en cómo sería vivir sola, tener mi propio espacio, mi propia cocina.
No pasó ni cinco minutos cuando escuché un golpe seco y un grito ahogado. Corrí a la cocina: mi abuela estaba sentada en el piso, con la olla volcada y el guiso desparramado.
—¡Ay, mamá! —gritó Lucía—. ¿Estás bien?
—Me tropecé con el perro ese —dijo Zulema entre dientes—. Siempre metiéndose donde no debe.—
La ayudamos a levantarse mientras el perro daba vueltas oliendo el desastre. Mamá empezó a llorar en silencio mientras limpiaba el piso.
—Esto no puede seguir así —dije en voz baja—. Nos estamos volviendo locas.—
Esa noche nadie cenó guiso ni sándwich. Nos sentamos las tres en la mesa con una taza de té cada una. El silencio era espeso hasta que Zulema habló:
—Cuando tu abuelo murió, yo también sentí que todo se me venía encima. Pero aprendí que una casa es como una olla: si todas meten cuchara sin hablarse, se quema.—
Mamá suspiró.—Yo solo quiero que estemos bien… pero no sé cómo hacerlo.—
Me animé a decir lo que nunca había dicho.—Yo tampoco quiero estar acá toda la vida. Quiero mi espacio… pero también las necesito.—
Nos miramos las tres, por primera vez sin reproches ni excusas. Afuera empezaba a llover y el ruido del agua contra las chapas parecía limpiar algo más que el aire.
Al día siguiente intentamos algo nuevo: cocinar juntas. No fue fácil; discutimos por la sal, por el tamaño de las papas y hasta por quién lavaba los platos. Pero entre risas y lágrimas salió un guiso raro, mezcla de las recetas de las tres generaciones.
Esa noche cenamos juntas sin pelear. Por primera vez en mucho tiempo sentí que esa cocina era un poco menos campo de batalla y un poco más hogar.
Ahora cada vez que escucho el silbido de la pava pienso: ¿cuántas mujeres habrán peleado por una cocina antes que nosotras? ¿Y cuántas habrán encontrado en ese caos una forma de quererse?
¿Ustedes también sienten a veces que la familia es como una olla a presión? ¿Cómo hacen para no explotar?