Un Amor en Línea: Entre la Esperanza y la Despedida

—¿Y si no viene? —me preguntó mi hermana Mariana, con la voz temblorosa, mientras me ayudaba a ajustar el vestido blanco que alquilé para la ocasión. Afuera, la lluvia golpeaba el tejado de zinc de la casa de mi mamá en Villavicencio, como si el cielo también dudara de mi decisión. Yo no podía dejar de mirar la pantalla del celular, esperando ese mensaje que confirmara que Julián ya estaba en camino desde Bogotá.

No era cualquier boda. Era la primera vez que iba a ver a Julián en persona. Nos conocimos hace un año en un grupo de Facebook sobre literatura latinoamericana. Él siempre tenía las palabras justas para hacerme reír o para consolarme cuando sentía que la vida se me venía encima. Yo, una profesora de colegio público, madre soltera de un niño de seis años, nunca pensé que alguien como él —un ingeniero ambiental, según decía— se fijaría en mí. Pero ahí estaba: cada noche, entre risas y confesiones, fuimos construyendo algo que yo creía indestructible.

—¿Estás segura de esto, Laura? —insistió mi mamá desde la puerta, con ese tono entre preocupación y resignación que solo las madres saben usar.

—Sí, mamá. Lo amo —respondí, aunque sentí que la voz me salía más débil de lo que quería.

La noticia de mi boda corrió como pólvora por el barrio. «¿Cómo así que se va a casar con alguien que no conoce?», «Eso es puro cuento chino», «Seguro ese tipo es un estafador». Las vecinas cuchicheaban cuando pasaba rumbo al colegio. Mi papá ni siquiera quiso venir; decía que prefería no ver cómo su hija se lanzaba al vacío.

Pero yo necesitaba creer. Después de años sintiéndome invisible, después de tantas noches llorando por un amor que nunca llegó, Julián era mi milagro digital. Me propuso matrimonio por videollamada, con una canción de Silvio Rodríguez de fondo y una promesa: «Te juro que voy a llegar hasta ti, Laura».

El día llegó. La casa estaba llena de flores baratas y familiares curiosos. Mi hijo Samuel corría entre los invitados con una corbata roja demasiado grande para su cuello. Yo revisaba el celular cada cinco minutos. Julián debía llegar a las tres. A las tres y media, nada. A las cuatro, un mensaje:

«Perdóname, Laura. No puedo llegar.»

Sentí que el mundo se me partía en dos. Mariana me abrazó fuerte mientras yo trataba de entender qué había pasado. Llamé, pero su celular estaba apagado. Los invitados empezaron a murmurar. Mi mamá lloraba en silencio en la cocina.

Esa noche no dormí. Repasé cada conversación, cada promesa, buscando señales que no quise ver. ¿Era todo mentira? ¿Fui tan ingenua? Al día siguiente, recibí un correo largo de Julián. Decía que tenía miedo, que su familia nunca aceptaría una relación así, que no era tan valiente como yo pensaba. Que sí me amaba, pero no podía dejar su vida atrás.

Pasé semanas encerrada en mi cuarto, evitando las miradas lastimeras del barrio y las preguntas incómodas en el colegio. Samuel me preguntaba por Julián y yo solo podía decirle que se había ido lejos por trabajo.

Un día, mientras recogía los juguetes de Samuel del patio, mi mamá se sentó a mi lado y me dijo:

—No eres menos valiosa porque alguien no supo amarte como mereces.

Lloré en sus brazos como cuando era niña y tenía miedo a los truenos. Poco a poco fui saliendo del pozo. Volví a leer los libros que tanto me gustaban y empecé a escribir sobre mi historia en un blog anónimo. Para mi sorpresa, muchas mujeres comenzaron a escribirme contando historias parecidas: amores virtuales que prometieron el cielo y terminaron en silencio; sueños rotos por el miedo o la cobardía.

Hoy miro hacia atrás y no sé si volvería a arriesgarlo todo por alguien al otro lado de una pantalla. Pero tampoco me arrepiento: aprendí a reconocer mi valor más allá del amor romántico y entendí que la soledad no es un castigo sino una oportunidad para reencontrarme conmigo misma.

A veces Julián me escribe correos cortos: «¿Cómo estás?», «Te extraño». Ya no respondo. No porque lo odie, sino porque aprendí a quererme más a mí misma.

Ahora me pregunto: ¿Cuántas veces confundimos el amor con la necesidad de ser vistos? ¿Cuántos nos atrevemos a saltar al vacío sin saber si habrá alguien esperando del otro lado? ¿Y tú? ¿Te atreverías a amar así?