Un café frío y una despedida: la rutina que nos separó

—¿Otra vez café frío, Mariana? —me pregunté en voz baja, mientras miraba el pocillo humeante sobre la mesa de la cocina. El reloj marcaba las 7:15 y el silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Mauricio ya se había ido. Ni un beso, ni un “que tengas buen día”, ni siquiera un portazo fuerte como antes; solo el eco de sus pasos apresurados y el sonido seco de la puerta cerrándose tras él.

Recuerdo cuando todo era distinto. Mauricio solía entrar a la cocina, abrazarme por detrás y susurrarme al oído: “¿Sabías que eres lo mejor de mis mañanas?”. Ahora, si cruzábamos palabra antes de que saliera para su trabajo en la municipalidad, era solo para discutir sobre quién olvidó pagar la luz o por qué la lavadora hacía ese ruido raro.

Me senté frente a la ventana, viendo cómo el sol apenas iluminaba las calles de nuestro barrio en Medellín. Los niños de la vecina jugaban en el andén, ajenos a las tormentas que se cocinaban dentro de las casas. Pensé en mi madre, en cómo siempre decía: “Mariana, uno no se casa para ser feliz, sino para aprender a serlo”. ¿Y si yo ya no quería aprender más?

La rutina nos había devorado. Entre los turnos dobles de Mauricio y mis clases en la escuela pública, apenas nos veíamos. Cuando llegaba a casa, él ya estaba dormido o viendo fútbol con una cerveza en la mano. Yo me quedaba en la cocina, corrigiendo cuadernos hasta tarde, escuchando el zumbido del refrigerador y preguntándome cuándo fue que dejamos de hablarnos.

Una tarde cualquiera, mientras lavaba los platos, escuché a Mauricio hablando por teléfono en voz baja. No era raro, últimamente recibía muchas llamadas “del trabajo”. Pero esa vez, su tono era distinto: más suave, casi tierno. No quise espiar, pero algo dentro de mí se rompió. ¿Sería otra mujer? ¿O simplemente alguien que aún lo escuchaba con atención?

Esa noche lo enfrenté:
—¿Con quién hablabas?
Mauricio ni siquiera levantó la vista del televisor.
—Con Camilo, del trabajo. Hay problemas con los contratos.
—¿Desde cuándo Camilo tiene voz de mujer?
Se hizo un silencio incómodo. Él apagó el televisor y me miró por primera vez en semanas.
—¿De verdad quieres pelear por esto? —me dijo cansado—. ¿No te das cuenta de que estamos hartos los dos?

Sentí que me faltaba el aire. No era solo celos; era el miedo a aceptar que ya no éramos los mismos. Que el amor se nos había escurrido entre los dedos como agua tibia.

Pasaron los días y la tensión creció. Mi hermana Lucía me llamaba cada noche:
—Mariana, ¿por qué no hablas con él? ¿Por qué no buscan ayuda?
Pero yo ya estaba cansada de intentar. Cansada de ser la única que preguntaba cómo estaba el otro, la única que recordaba aniversarios o preparaba su comida favorita los domingos.

Una mañana de sábado, mientras preparaba arepas para el desayuno, Mauricio entró a la cocina. Se quedó parado en la puerta, mirándome como si no supiera quién era yo.
—Tenemos que hablar —dijo finalmente.
Sentí un nudo en el estómago.
—Sí —respondí—. Ya era hora.

Nos sentamos frente a frente. Él jugaba con sus manos, evitando mi mirada.
—No sé en qué momento dejamos de ser nosotros —empezó—. Me siento vacío aquí. Siento que solo compartimos techo y cuentas por pagar.
Las lágrimas me ardían en los ojos, pero no lloré.
—Yo también me siento sola —admití—. Sola aunque estés aquí todos los días.

Hablamos durante horas. Recordamos los buenos tiempos: las fiestas en casa de sus padres en Envigado, los paseos al río con nuestros amigos, las noches bailando salsa hasta que nos dolían los pies. Pero también hablamos de lo que nos dolía: su ausencia, mi resentimiento, las palabras no dichas y los sueños postergados.

Al final, Mauricio suspiró:
—No quiero seguir así. No quiero que nos odiemos algún día.
Yo asentí. Sabía que tenía razón.

Decidimos separarnos. No hubo gritos ni portazos esta vez; solo un silencio triste y resignado. Mauricio empacó algunas cosas y se fue a casa de su hermano por unos días. Yo me quedé sola en nuestro apartamento, rodeada de recuerdos y platos sin lavar.

Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y dolor. Mis amigas me decían que era valiente por tomar esa decisión, pero yo solo sentía miedo. Miedo a estar sola, miedo a enfrentarme a mi propia compañía después de tantos años compartiendo todo con alguien más.

Mi madre vino a visitarme una tarde lluviosa. Me abrazó fuerte y me dijo:
—A veces hay que perderse para volver a encontrarse, hija.
Lloré como no lo hacía desde niña.

Poco a poco fui reconstruyendo mi vida. Volví a salir con Lucía al parque Arví los domingos, retomé mis clases de pintura y hasta me atreví a viajar sola a Cartagena, algo que siempre había soñado pero nunca hice por miedo a dejarlo todo atrás.

A veces veo a Mauricio en el supermercado o en alguna reunión familiar. Nos saludamos con cordialidad, pero ya no hay reproches ni culpas; solo dos personas que alguna vez se amaron y ahora caminan por caminos distintos.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿En qué momento dejamos de luchar? ¿Cuándo fue que la rutina ganó la batalla al amor? Tal vez nunca lo sabré con certeza. Pero aprendí que merezco algo más que un café frío y una despedida silenciosa cada mañana.

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que la costumbre les roba el amor? ¿Qué harían si descubren que viven con un extraño?