Un Cruce de Caminos a los Sesenta: La Decisión de Mamá Rosa
—Mamá, ¿por qué no entiendes que te necesito aquí?— La voz de Mariana retumbó en la cocina, mezclándose con el aroma del café de olla y el pan dulce que apenas había puesto en la mesa. Yo, Rosa Martínez, sentí cómo el corazón me latía tan fuerte que casi no escuché el resto de sus palabras.
Era una mañana fría en Puebla, y la noticia había caído como un balde de agua helada: Mariana, mi hija mayor, quería que me mudara a California. No solo para ayudarla con Emiliano, mi nieto de ocho años, sino también porque la mamá de su amiga, doña Lupita, podía conseguirme trabajo limpiando casas. «Allá la vida es mejor, mamá. Aquí solo te desgastas y nadie te ayuda», insistía Mariana, con ese tono entre súplica y reproche que tanto me dolía.
Me quedé mirando mis manos arrugadas, manchadas por años de lavar ropa ajena y cuidar niños de otros. ¿A mis sesenta y tres años empezar de nuevo? ¿Dejar mi casa, mis plantas, las vecinas con las que platico cada tarde? ¿Abandonar la tumba de tu papá, Mariana? ¿Y si allá no me acostumbro? ¿Y si me enfermo y nadie me cuida?
—No es tan fácil como lo dices, hija. Aquí tengo mi vida— respondí con voz temblorosa.
Mariana se levantó bruscamente. —¿Y yo qué? ¿No soy tu vida también?— Sus ojos se llenaron de lágrimas. —Estoy sola allá, mamá. No tengo a nadie más. Emiliano pregunta por ti todos los días. ¿No te duele?
Me dolía. Me dolía tanto que sentía que me partía en dos. Pero también me dolía pensar en dejar todo lo que conocía. Mi hermana menor, Lety, me había dicho hace unos días: «Rosa, ya viviste mucho aquí. Allá puedes juntar unos dólares y regresar con algo. O quién sabe, hasta te quedas y te haces ciudadana». Pero yo no quería ser ciudadana de ningún otro lado.
Esa noche no dormí. Escuchaba los perros ladrar en la calle y pensaba en Emiliano, en su carita triste cada vez que lo veía por videollamada. Pensaba en Mariana, trabajando doble turno en un restaurante chino en Los Ángeles, sin nadie que le ayude con el niño. Pensaba en mí misma, en mi soledad desde que murió tu papá hace seis años.
Al día siguiente fui al mercado como siempre. Saludé a doña Chayo, la de las verduras, y a don Toño, el panadero. Todo era tan familiar, tan mío. Pero sentí una punzada: ¿y si todo esto ya no era suficiente? ¿Y si estaba siendo egoísta?
En la tarde llegó Lety con su hija Paola. —¿Ya pensaste lo de Mariana?— preguntó Lety mientras tomaba un café.
—No sé qué hacer— confesé.
Paola intervino: —Tía Rosa, allá hay más oportunidades. Yo tengo amigas que se fueron y ahora hasta mandan dinero para acá. Además, Emiliano te necesita.
—¿Y si no me hallo? ¿Y si me enfermo?— pregunté casi en un susurro.
Lety me tomó la mano: —No estás sola. Si decides irte, aquí estamos para apoyarte. Pero también tienes derecho a pensar en ti.
Esa noche soñé con mi mamá. La veía parada frente a la casa vieja del rancho, diciéndome: «La vida es cambio, hija. No te quedes donde no eres feliz».
Pasaron los días y Mariana llamaba cada vez más seguido. Un día me gritó por teléfono: —¡Siempre piensas primero en los demás! ¡Nunca piensas en mí!— Y colgó llorando.
Me sentí la peor madre del mundo. ¿Cómo explicarle que tenía miedo? Miedo a ser una carga para ella, miedo a no entender el inglés, miedo a perderme entre tanta gente desconocida.
Un domingo decidí ir al panteón a hablar con tu papá. Me senté junto a su tumba y lloré como hacía años no lloraba.
—¿Qué hago, viejo? ¿Me voy o me quedo?— pregunté al aire.
Sentí una brisa suave y recordé cómo él siempre decía: «Haz lo que te haga dormir tranquila».
Esa tarde llamé a Mariana.
—Hija…
—¿Sí?
—Voy a intentarlo. Pero prométeme que si no puedo quedarme allá, no te vas a enojar conmigo.
Del otro lado solo escuché sollozos y luego su voz bajita: —Gracias, mamá…
Los días siguientes fueron una locura: sacar papeles, vender algunas cosas, despedirme de las vecinas. Doña Chayo lloró conmigo: —Te vas porque eres buena madre. Pero aquí siempre tendrás tu casa.
El día del vuelo sentí que el corazón se me salía del pecho. En el aeropuerto de Ciudad de México abracé fuerte a Lety y Paola. —No sé si hago bien o mal— les dije.
Paola sonrió: —A veces hay que saltar aunque tengamos miedo.
El avión despegó y vi cómo las luces de mi país se alejaban poco a poco. Cerré los ojos y recé por tener fuerzas para empezar otra vez.
Llegar a California fue como entrar a otro mundo: todo era grande, rápido, desconocido. Mariana me abrazó tan fuerte que sentí que todo valía la pena solo por ese momento.
Pero los días no fueron fáciles. El trabajo era pesado; limpiar casas ajenas nunca deja de dolerle a una madre orgullosa. A veces Mariana llegaba cansada y discutíamos por tonterías: que si Emiliano no hacía la tarea, que si yo cocinaba muy mexicano y él quería pizza.
Una noche discutimos fuerte:
—¡Tú solo sabes criticar!— gritó Mariana.
—¡Y tú solo sabes exigir! ¡Yo también estoy cansada!— respondí sin poder contenerme.
Nos quedamos calladas mucho rato hasta que Emiliano vino a abrazarnos.
Con el tiempo aprendí algunas palabras en inglés; hice amigas en la iglesia latina del barrio; hasta empecé a mandar unos dólares para Lety cuando podía.
Pero nunca dejé de extrañar Puebla: el olor del mole los domingos, las risas de las vecinas, el calorcito del sol en la plaza.
Hoy escribo esto sentada frente a la ventana del pequeño departamento donde vivo con Mariana y Emiliano. A veces me pregunto si tomé la decisión correcta o si solo seguí el camino que otros esperaban de mí.
¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio de una madre? ¿Cuándo es justo pensar en una misma sin sentir culpa? Ojalá alguien allá afuera tenga respuestas porque yo aún las busco cada noche antes de dormir.