Un Cumpleaños Inolvidable: El Precio de Mi Felicidad

—¿De verdad, mamá? ¿Todo el dinero… en una fiesta?— La voz de mi hijo, Mauricio, retumbó en la sala como un trueno inesperado. Mi nuera, Camila, apretaba los labios, evitando mirarme. Afuera, los fuegos artificiales de mi setenta cumpleaños aún iluminaban el cielo de Medellín, pero dentro de la casa solo quedaba el eco amargo de su decepción.

No supe qué responder. Había soñado con este día durante años: una fiesta grande, con música de vallenato, tamales y buñuelos, rodeada de mis amigas del barrio y mis hermanas que viajaron desde Cali. Quería sentirme viva, celebrar que aún podía bailar y reír. Pero ahora, viendo los ojos húmedos de Mauricio, sentí que mi alegría era una traición.

—Mauricio, hijo…— intenté decirle, pero él me interrumpió.

—Tú sabías que íbamos a comprar el carro este mes. ¡Contábamos con ese dinero! Camila y yo hemos estado ahorrando cada peso para poder llevar a los niños al colegio sin tener que caminar cuarenta minutos bajo el sol.

Camila asintió en silencio. Sus manos temblaban sobre la mesa. Recordé cómo me había contado hace unas semanas que la pequeña Valentina se había desmayado en el bus por el calor. Sentí una punzada de culpa atravesarme el pecho.

—Yo solo quería…— balbuceé, pero las palabras se ahogaron en mi garganta. ¿Era tan egoísta por querer celebrar mi vida? ¿Por una vez pensar en mí?

La fiesta había sido un sueño hecho realidad: mis amigas bailando cumbia, mi hermana Lucía cantando rancheras desafinadas, los nietos corriendo entre serpentinas y globos. Por unas horas olvidé las cuentas, las enfermedades y la soledad de las tardes. Pero ahora todo parecía un espejismo.

Mauricio se levantó bruscamente.

—Nos vamos. No quiero decir nada de lo que después me arrepienta.

Vi cómo Camila recogía a los niños dormidos y salía tras él. El portazo resonó como un disparo en mi corazón. Me quedé sola en la sala, rodeada de platos vacíos y vasos medio llenos. Afuera, la música seguía sonando lejana, como si perteneciera a otra vida.

Esa noche no dormí. Recordé cuando Mauricio era niño y yo le preparaba arepas con queso antes de ir a la escuela. Siempre soñé con darle lo mejor, aunque fuera poco. Cuando murió su papá, trabajé limpiando casas para que él pudiera estudiar. Ahora sentía que todo ese esfuerzo se desmoronaba por una sola decisión.

Al día siguiente, mi hermana Lucía me encontró llorando en la cocina.

—No te castigues así, Rosa—me dijo mientras me abrazaba—. Uno también tiene derecho a ser feliz.

Pero ¿a qué precio? Durante días intenté llamar a Mauricio. No contestaba. Camila solo respondía con mensajes secos: “Estamos ocupados”. Los nietos no vinieron ese domingo a almorzar. El silencio se instaló en mi casa como un huésped indeseado.

Las vecinas murmuraban:

—¿Viste la fiesta que hizo Rosa? Dicen que gastó todos sus ahorros…

Sentí vergüenza al salir al mercado. Me preguntaba si todos pensaban que era una vieja loca por gastar en alegría cuando hay tantas necesidades.

Una tarde, mientras regaba las matas del balcón, vi a Valentina y Samuel pasar de la mano con Camila. Los llamé desde arriba:

—¡Valentina! ¡Samuel! ¡Vengan a saludar a la abuela!

Camila apuró el paso sin mirar atrás. Sentí que el corazón se me partía en dos.

Esa noche decidí escribirle una carta a Mauricio:

“Hijo,
Sé que estás molesto y tienes razón. Tal vez debí consultarte antes de gastar mis ahorros en la fiesta. Pero quería celebrar mi vida mientras aún puedo hacerlo. No sé cuánto tiempo me quede en este mundo y no quería irme sin sentirme feliz al menos una vez más rodeada de los míos. Perdóname si te fallé. Siempre quise lo mejor para ti y tus hijos. Si algún día puedes entenderme, aquí estaré esperándolos con los brazos abiertos.”

No recibí respuesta inmediata. Pasaron semanas en las que el silencio se volvió costumbre. Mis amigas intentaban animarme:

—No te preocupes, Rosa. Los hijos siempre vuelven.

Pero yo sabía que algo se había roto entre nosotros.

Un domingo cualquiera, escuché el timbre. Abrí la puerta y ahí estaba Mauricio con Valentina en brazos y Samuel escondido detrás de sus piernas.

—Mamá…—dijo bajito—. Perdón por cómo reaccioné. Es solo que… estamos cansados y a veces siento que todo recae sobre nosotros.

Lo abracé fuerte, sintiendo cómo el peso del rencor se desvanecía poco a poco.

Camila entró después, aún seria pero dispuesta a escucharme. Nos sentamos a hablar largo rato sobre lo difícil que es en este país salir adelante, sobre los sueños postergados y las pequeñas alegrías que nos sostienen cuando todo parece perdido.

No resolvimos todo esa tarde, pero al menos volvimos a mirarnos a los ojos.

Ahora, cuando veo las fotos de mi cumpleaños pegadas en la nevera —mi hermana Lucía bailando con un sombrero ridículo, mis nietos riendo entre globos— me pregunto: ¿Cuántas veces nos negamos la felicidad por miedo al qué dirán o por cargar siempre con las necesidades ajenas? ¿Acaso no merecemos también celebrar nuestra vida?

¿Ustedes qué harían? ¿Vale la pena sacrificar nuestros sueños por mantener la armonía familiar? Los leo…