Un día cualquiera, pero el adiós fue definitivo
El silbido del agua hirviendo me sacudió como una bofetada. Apagué el fuego y, sin pensarlo, limpié el mismo rincón de la encimera por tercera vez esa mañana. El sol apenas se colaba por la ventana, tiñendo la cocina de un amarillo pálido. Julián ya se había ido. Ni siquiera un adiós, ni un roce en la mejilla. Solo el portazo, seco y definitivo, como si quisiera sellar con ruido lo que ya estaba roto en silencio.
—¿Otra vez te vas sin despedirte? —le había preguntado anoche, cuando se puso la camisa sin mirarme a los ojos.
—¿Para qué? —respondió él, con esa voz cansada que se me clavó en el pecho—. Ya ni siquiera sé si hay algo que despedir.
Me quedé ahí, con las palabras atascadas en la garganta y el corazón hecho trizas. No era la primera vez que discutíamos, pero sí la primera que sentí que todo estaba perdido. La rutina nos había devorado: los turnos en el hospital, las cuentas por pagar, las compras en el mercado de la esquina, los domingos frente al televisor fingiendo que aún éramos una familia.
La Ciudad de México nunca duerme, pero mi departamento en la Narvarte parecía un mausoleo. El eco de los pasos de Julián aún flotaba en el aire. Me serví el café y lo dejé enfriar mientras miraba el celular: mensajes del grupo familiar, memes de mi hermana Lucía, recordatorios del trabajo. Nada de Julián. Nada de nosotros.
Mi madre siempre decía que el matrimonio era como hacer tortillas: hay que darle vuelta antes de que se queme. Pero nadie te enseña qué hacer cuando ya huele a quemado y no queda más que tirar todo a la basura.
Esa mañana, después del portazo, me senté en la mesa y lloré en silencio. No quería que mis vecinos —la señora Rosa y su nieto Emiliano— escucharan mis sollozos a través de las paredes delgadas. Aquí todo se sabe, todo se comenta. «¿Ya viste? La hija de doña Carmen está sola otra vez…»
A media mañana, Lucía me llamó:
—¿Cómo amaneciste?
—Bien —mentí—. Solo un poco cansada.
—¿Julián sigue igual?
No respondí. El silencio fue suficiente.
—Ven a comer a la casa —insistió—. Mamá hizo mole y te extraña.
No tenía ganas de ver a nadie, pero tampoco soportaba el vacío del departamento. Caminé hasta el metro Etiopía y me perdí entre la multitud. Nadie te mira dos veces en esta ciudad; puedes llorar o reír y nadie pregunta por qué.
En casa de mi madre, el olor a mole me abrazó como un recuerdo feliz. Mi padre veía el noticiero mientras mi sobrino jugaba con carritos en el suelo.
—¿Y Julián? —preguntó mamá, sirviendo arroz en mi plato.
—Trabajando —dije, bajando la mirada.
Ella no insistió. Solo me acarició la mano con ternura.
Durante la comida, Lucía habló de su nuevo trabajo y papá se quejó del tráfico. Yo apenas probé bocado. Sentía una piedra en el estómago.
Al regresar a casa esa noche, encontré a Julián sentado en la sala, mirando su celular. Ni siquiera levantó la vista cuando entré.
—¿Cenaste? —pregunté, por costumbre.
—No tengo hambre —respondió seco.
Me senté frente a él. El silencio era tan espeso que podía cortarse con cuchillo.
—¿Vamos a seguir así? —me atreví a decir—. ¿Como dos extraños?
Julián suspiró y dejó el celular sobre la mesa.
—No sé qué quieres que haga, Mariana —dijo mi nombre como si le pesara—. Ya no somos los mismos. Todo cambió desde que perdiste el trabajo y yo tuve que doblar turnos. Desde que dejamos de hablar y solo discutimos por dinero o por tonterías.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿Y crees que para mí ha sido fácil? ¿Crees que no extraño lo que éramos?
Él me miró por fin, con los ojos llenos de cansancio.
—Tal vez lo mejor sea separarnos —dijo al fin—. No quiero seguir lastimándonos.
Las palabras flotaron en el aire como una sentencia. No lloré. Solo asentí y me fui al cuarto a empacar algunas cosas.
Esa noche dormí en casa de Lucía. El colchón era duro y los perros ladraban afuera, pero al menos no estaba sola con mis pensamientos.
Los días siguientes fueron una mezcla de trámites y despedidas silenciosas: dividir los libros, pelear por la cafetera italiana que compramos en nuestro primer aniversario, borrar fotos del celular. Mis amigas me decían que era valiente por tomar la decisión; yo solo sentía miedo y vacío.
Una tarde, mientras esperaba el camión en Insurgentes bajo una lluvia fina, vi a una pareja joven abrazándose bajo un paraguas rojo. Me dieron ganas de gritarles: «¡No se suelten nunca! ¡No permitan que la rutina los mate!» Pero solo apreté mi bolsa contra el pecho y seguí caminando entre charcos y recuerdos rotos.
Mi madre me recibió con sopa caliente y palabras dulces:
—Todo pasa, hija. Nadie se muere de amor… pero sí se aprende a vivir distinto.
Lucía me llevó al cine para distraerme; mis amigas organizaron una noche de karaoke donde terminé cantando «Rata de dos patas» entre risas y lágrimas. Poco a poco, fui llenando los huecos con nuevas rutinas: clases de yoga en el parque México, tardes leyendo en cafeterías de Coyoacán, llamadas largas con mi abuela en Veracruz.
A veces Julián me escribía mensajes cortos: «¿Cómo estás?», «¿Necesitas algo?» Nunca respondí más allá de lo necesario. Sabía que si abría esa puerta sería imposible cerrarla otra vez.
Un domingo cualquiera, mientras caminaba por Reforma viendo los globos de los vendedores ambulantes flotar entre los árboles, sentí una paz extraña. No era felicidad todavía, pero sí una tregua con mi propio dolor.
Ahora vivo sola en un departamento pequeño cerca del metro Chilpancingo. Aprendí a preparar café solo para mí y a dormir sin esperar el sonido de las llaves en la puerta. A veces extraño a Julián; otras veces agradezco haber tenido el valor de decir adiós antes de perderme por completo.
Me pregunto si algún día podré volver a confiar en alguien, si podré amar sin miedo a repetir los mismos errores. ¿Cuántas mujeres como yo caminan por esta ciudad llevando cicatrices invisibles? ¿Cuántas veces hay que empezar de nuevo hasta encontrar un lugar donde quedarse?