Un hombre de verdad
—¿Hasta cuándo vas a seguir perdiendo el tiempo con ese muchacho, Mariana? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras yo fingía buscar algo en la alacena para no mirarla a los ojos.
Sentí el calor subirme a las mejillas. Afuera, la lluvia golpeaba el techo de lámina y el aroma a café recién hecho llenaba el aire, pero nada podía suavizar la tensión que flotaba entre nosotras. Mi madre cruzó los brazos, su delantal manchado de salsa, y me miró como si pudiera leer todos mis pensamientos.
—Mamá, no es perder el tiempo. Con Julián estoy bien…
—¿Bien? ¿Eso es suficiente? —interrumpió, con ese tono que usaba cuando quería que yo admitiera que tenía razón—. Dos años, Mariana. Dos años y ni una señal de compromiso. ¿No ves que la gente ya empieza a hablar?
La gente. Siempre la gente. En nuestro barrio de San Miguel, en las afueras de Puebla, los chismes viajaban más rápido que el viento. No importaba si era cierto o no: una vez que algo se decía, se volvía verdad.
Me senté a la mesa, sintiendo el peso de su mirada. Pensé en Julián: su risa fácil, sus manos callosas de trabajar en la panadería de su padre, la forma en que me miraba como si yo fuera lo más importante del mundo. Pero también pensé en sus silencios, en cómo esquivaba el tema cada vez que yo insinuaba algo sobre el futuro.
—Mamá, no quiero casarme sólo porque todos lo esperan —dije al fin, apenas un susurro.
Ella suspiró, se sentó frente a mí y me tomó las manos.
—No te pido que te cases mañana, hija. Pero tampoco quiero verte desperdiciar tu juventud esperando a alguien que tal vez nunca va a dar el paso.
No supe qué responderle. En ese momento, mi hermana menor, Lucía, entró corriendo con los zapatos empapados y la mochila chorreando agua.
—¡Mariana! Julián está afuera —anunció con una sonrisa traviesa.
Mi corazón dio un brinco. Me levanté tan rápido que casi tiro la silla. Salí al patio y lo vi ahí, bajo la lluvia, con una bolsa de pan dulce en la mano y el cabello pegado a la frente.
—¿Te puedo robar un rato? —preguntó, sonriendo como si no hubiera tormenta ni problemas en el mundo.
Caminamos hasta el parque del barrio. El cielo estaba gris y las calles vacías. Julián me tomó la mano y caminamos en silencio un buen rato.
—¿Todo bien? —preguntó al fin.
Quise decirle todo: lo que mi madre pensaba, lo que yo sentía, el miedo a quedarme esperando algo que tal vez nunca llegaría. Pero sólo pude decir:
—Mi mamá cree que estamos perdiendo el tiempo.
Julián apretó mi mano. Se detuvo bajo un árbol y me miró serio por primera vez en mucho tiempo.
—¿Y tú qué crees?
No supe qué responderle. Me sentí pequeña, como cuando era niña y temía decepcionar a todos.
—No lo sé —admití—. A veces siento que sí…
Julián suspiró y se pasó la mano por el cabello mojado.
—Mira, Mariana… Yo te quiero. Mucho. Pero no estoy listo para casarme todavía. Mi papá está enfermo, la panadería apenas da para los gastos… No quiero arrastrarte a una vida llena de problemas.
Sentí un nudo en la garganta. Quise gritarle que no me importaba, que juntos podíamos con todo. Pero también entendía su miedo: aquí, en nuestro barrio, casarse era sinónimo de estabilidad, de tener algo propio aunque fuera pequeño.
Volvimos caminando despacio. Al llegar a casa, mi madre nos miró desde la ventana con una mezcla de esperanza y resignación.
Esa noche no pude dormir. Escuché a mis padres discutir en voz baja sobre mí:
—No podemos obligarla —decía mi papá—. Mejor sola que mal acompañada.
—Pero Julián es buen muchacho —respondía mi mamá—. Sólo le falta decisión…
Al día siguiente, Julián no vino. Ni al otro tampoco. Empecé a sentir un vacío extraño, como si algo se hubiera roto entre nosotros sin darnos cuenta. Lucía me miraba con curiosidad infantil y mis amigas empezaron a preguntarme si ya había terminado con él.
Una tarde, mientras ayudaba a mi madre a hacer tamales para vender en el mercado, ella me miró con tristeza.
—No quiero verte sufrir por nadie, hija —dijo suavemente—. Pero tampoco quiero que te quedes esperando toda la vida.
Las palabras me dolieron más de lo que esperaba. Esa noche decidí buscar a Julián. Caminé hasta la panadería y lo encontré limpiando el mostrador con gesto cansado.
—¿Podemos hablar? —pregunté desde la puerta.
Él asintió y salimos al callejón detrás del local. El olor a pan recién horneado flotaba en el aire.
—Julián… No quiero presionarte —empecé—. Pero tampoco puedo seguir así, esperando algo que tal vez nunca va a pasar.
Él bajó la mirada.
—Te juro que quiero estar contigo, Mariana. Pero tengo miedo… Miedo de fallarte, de no poder darte lo que mereces.
Me acerqué y le tomé las manos.
—Lo único que quiero es honestidad. Si no estás listo, dímelo. Si algún día lo estarás, aquí voy a estar… pero no puedo prometerte que voy a esperar para siempre.
Nos abrazamos largo rato bajo las luces amarillas del callejón. Sentí sus lágrimas mezclarse con las mías y supe que algo había cambiado para siempre entre nosotros.
Pasaron semanas. Empecé a salir más con mis amigas, retomé mis clases de costura y ayudé más en casa. Julián seguía trabajando duro y nos veíamos menos, pero cuando lo hacíamos era distinto: ya no había promesas vacías ni silencios incómodos.
Un domingo por la tarde, mientras mi familia comía en silencio después de misa, mi padre levantó la voz:
—Mariana es dueña de su vida —dijo mirando a mi madre—. Si quiere esperar a Julián o no, es su decisión.
Mi madre asintió con lágrimas en los ojos y sentí por primera vez una paz extraña: tal vez no tenía todas las respuestas, pero al menos ya no tenía miedo de buscarlas.
Hoy miro atrás y me pregunto: ¿cuántas veces dejamos que el miedo o las expectativas ajenas decidan por nosotros? ¿Cuándo aprendemos a ser valientes de verdad?