Un Mensaje del Cielo: La Voz de mi Abuelo en el Silencio de la Noche

—¿Por qué te fuiste, abuelo? —susurré, apretando la almohada contra mi pecho mientras la lluvia golpeaba el techo de lámina de nuestra casa en San Miguel de Tucumán. El eco de mi voz se perdió entre los truenos y el llanto ahogado de mi mamá en la habitación contigua. Esa noche, el mundo era un lugar frío y vacío, y yo, Emiliano, tenía apenas doce años y el corazón hecho trizas.

El velorio había sido una procesión interminable de vecinos, primos y tías que me abrazaban fuerte, como si con sus manos pudieran pegar los pedazos rotos de mi alma. Pero nadie podía. Ni siquiera mamá, que apenas podía sostenerse en pie. Mi papá, Javier, no decía nada; sólo miraba el suelo y apretaba los puños. La ausencia de mi abuelo Don Ernesto era un hueco imposible de llenar.

Esa noche, mientras trataba de dormir, mamá entró a mi cuarto. Sus ojos estaban hinchados y rojos, pero su voz era suave como cuando me contaba cuentos antes de dormir.

—Emi —me dijo—, tu abuelo quería que tuvieras esto.

Me entregó una pequeña grabadora vieja, envuelta en un pañuelo bordado con las iniciales E.R. La reconocí al instante: era la que mi abuelo usaba para grabar sus historias cuando yo era más chico. Me temblaron las manos.

—¿Qué es esto?

—Escúchala cuando te sientas solo —susurró mamá, besándome la frente antes de salir del cuarto.

Esperé a que el silencio llenara la casa y apreté el botón de reproducción. La voz de mi abuelo llenó la habitación:

—Emiliano, si estás escuchando esto es porque ya no estoy. No llores por mí, hijo. La vida es así: a veces nos arrebata lo que más queremos. Pero quiero que sepas algo…

No pude contener las lágrimas. Era como si estuviera ahí, sentado a los pies de mi cama, con su sonrisa cálida y sus manos grandes llenas de historias.

—…la familia es lo más importante —continuó—. Cuida a tu mamá. Y nunca olvides quién eres ni de dónde venís.

Me dormí abrazando la grabadora, sintiendo que su voz me protegía del dolor.

Los días siguientes fueron un torbellino de emociones. Mamá y papá discutían cada vez más. El dinero escaseaba desde que el abuelo ya no estaba para ayudarnos con su pensión. Mi hermana menor, Sofía, preguntaba por él todas las noches y yo no sabía qué decirle.

Una tarde, mientras ayudaba a mamá a limpiar el galpón del fondo, encontré una caja llena de cartas viejas y fotos en blanco y negro. Entre ellas había una carta dirigida a mí:

“Emiliano: Si algún día sentís que todo está perdido, buscá en tu corazón las historias que compartimos bajo el limonero. Ahí está la fuerza para seguir adelante.”

Me senté en el suelo polvoriento y lloré como nunca antes. Mamá se arrodilló a mi lado y me abrazó fuerte.

—Él siempre supo cómo llegar a vos —me dijo.

Esa noche volví a escuchar la grabadora. Esta vez, la voz del abuelo era más firme:

—No tengas miedo al dolor, Emi. El dolor nos enseña a valorar lo que tenemos. Y aunque yo ya no esté, cada vez que escuches mi voz o recuerdes mis palabras, estaré ahí contigo.

Las semanas pasaron y empecé a notar cosas que antes no veía: cómo mamá se esforzaba por mantenernos unidos; cómo papá salía temprano a buscar changas aunque volviera cansado y frustrado; cómo Sofía reía cuando le contaba las historias del abuelo bajo el limonero.

Un día, escuché a mis padres discutir fuerte en la cocina:

—No podemos seguir así, Lucía —decía papá—. No alcanza para nada.

—¿Y qué querés que haga? ¡Ernesto era el sostén de esta familia!

Me escondí detrás de la puerta y apreté la grabadora en mi bolsillo. Quise gritarles que dejaran de pelear, que el abuelo no querría vernos así. Pero sólo pude llorar en silencio.

Esa noche, mientras todos dormían, salí al patio y me senté bajo el limonero. Puse la grabadora una vez más:

—Emi… Si alguna vez sentís que la familia se rompe, recordá: vos podés ser el puente. No tengas miedo de hablar desde el corazón.

Al día siguiente, reuní a mi familia bajo el limonero. Les conté cómo me sentía: perdido, triste y asustado. Les hablé del mensaje del abuelo y cómo él quería que estuviéramos juntos.

Mamá lloró en silencio y papá me abrazó por primera vez desde el funeral. Sofía se acurrucó entre nosotros y por un momento sentí que el abuelo estaba ahí, sonriendo desde algún lugar del cielo.

Con el tiempo aprendimos a vivir con su ausencia. El dinero seguía siendo un problema; hubo días en los que cenamos sólo pan con mate cocido. Pero estábamos juntos. Y cada vez que la tristeza amenazaba con ahogarme, escuchaba la voz del abuelo y encontraba fuerzas para seguir adelante.

Hoy, años después, sigo guardando esa grabadora como el tesoro más valioso del mundo. A veces me pregunto si todos tenemos un mensaje del cielo esperando ser escuchado cuando más lo necesitamos.

¿Ustedes también han sentido alguna vez que una voz querida los acompaña en los momentos más difíciles? ¿Qué harían si pudieran escuchar un último mensaje de alguien que aman?