Un Mensaje Equivocado y el Día que Todo se Rompió

—¿Quién es ese tal Esteban? —La voz de Aarón temblaba, pero no era de miedo, sino de rabia contenida. Yo apenas podía sostener el celular entre las manos sudorosas. La pantalla seguía encendida, mostrando el mensaje que lo cambió todo: “Gracias por anoche, Jess. No sabes cuánto te extraño”.

Me quedé muda. El aire en la sala de nuestro pequeño departamento en Guadalajara se volvió denso, casi irrespirable. Afuera, la lluvia golpeaba las ventanas con furia, como si el cielo supiera que algo se estaba rompiendo adentro.

—Aarón, no es lo que piensas… —intenté decir, pero él ya había dado media vuelta, recogiendo sus llaves del mueble y lanzando su mochila sobre el hombro.

—No me tomes por tonto, Jessica. ¡Siempre confié en ti! —gritó antes de salir y azotar la puerta.

Me desplomé en el sofá, abrazando mis rodillas. El mensaje era de Esteban, sí, pero Esteban era mi primo de Monterrey, que había venido a visitarnos por el cumpleaños de mi mamá. Habíamos salido todos juntos: mis padres, Aarón, Esteban y yo. Pero Aarón no recordaba bien esa noche porque había tenido que irse temprano al trabajo y no estuvo en la cena familiar.

Intenté llamarlo una y otra vez. Mensajes, audios, lágrimas. Nada. Aarón no contestó ni una sola vez esa noche. Ni la siguiente. Ni la siguiente.

Mi mamá llegó al día siguiente y me encontró hecha un ovillo en la cama, con los ojos hinchados.

—¿Qué pasó, mija? —preguntó con esa voz suave que solo usan las madres cuando saben que el dolor es demasiado grande para palabras duras.

Le conté todo entre sollozos. Ella suspiró y me abrazó fuerte.

—Los hombres a veces ven fantasmas donde no hay nada —dijo—. Pero también hay que entenderlos… El orgullo puede más que la razón.

Pasaron los días y Aarón no volvió. Mis amigas del trabajo me miraban con lástima cuando llegaba con los ojos rojos y la sonrisa fingida. En la tienda donde trabajaba como cajera, los clientes me preguntaban si estaba enferma. Nadie sabía la verdad: que mi matrimonio se estaba desmoronando por un maldito mensaje.

Una tarde, mientras acomodaba los productos en los estantes, recibí un mensaje de Esteban:

“Prima, ¿todo bien? Aarón me bloqueó de todos lados. ¿Le dijiste lo del mensaje?”

Sentí una punzada en el pecho. ¿Cómo explicarle a Aarón que todo era un malentendido si ni siquiera quería escucharme? ¿Cómo convencerlo de que nunca le fui infiel?

Esa noche decidí ir a buscarlo a casa de su mamá, doña Lupita. Sabía que si estaba en algún lado, sería ahí. Caminé bajo la lluvia hasta su colonia, con el corazón latiendo tan fuerte que sentía que iba a salirse del pecho.

Doña Lupita abrió la puerta y me miró con tristeza.

—Pásale, hija —me dijo—. Aarón está en su cuarto desde hace días. No quiere hablar con nadie.

Subí las escaleras temblando. Toqué la puerta suavemente.

—Aarón… soy yo. Por favor, escúchame.

Silencio. Luego escuché pasos y la puerta se abrió apenas unos centímetros.

—¿Qué quieres? —su voz era fría, desconocida.

—Solo quiero explicarte… El mensaje era de Esteban, mi primo. No pasó nada malo. Te juro por lo más sagrado que nunca te he engañado.

Él me miró con los ojos llenos de lágrimas contenidas.

—¿Por qué te escribió eso? ¿Por qué justo cuando yo no estaba?

—Porque fue una cena familiar… Tú tuviste turno doble y no pudiste venir. Esteban solo quería agradecerme por organizar todo…

Aarón bajó la mirada. Por un momento pensé que iba a abrazarme, pero en vez de eso cerró la puerta suavemente.

—Necesito tiempo —dijo desde adentro—. No sé si puedo confiar otra vez.

Bajé las escaleras sintiendo que cada peldaño era una sentencia más a mi soledad. Doña Lupita me abrazó antes de irme.

—Dale tiempo, hija. Los hombres también sufren… aunque no lo digan.

Las semanas pasaron y Aarón no volvió a casa. Mis padres me decían que fuera paciente; mis amigas me aconsejaban que siguiera adelante. Pero yo no podía dejar de pensar en él: en sus manos cálidas, en su risa cuando veíamos películas viejas los domingos, en sus sueños de tener hijos y una casa propia algún día.

Una tarde recibí una llamada inesperada: era Aarón.

—¿Podemos hablar? —su voz sonaba cansada pero menos dura.

Nos encontramos en el parque donde nos dimos nuestro primer beso. Él llegó con ojeras profundas y una tristeza nueva en los ojos.

—He pensado mucho —dijo—. Tal vez fui injusto contigo… Pero también siento que algo se rompió dentro de mí esa noche.

Yo lloré otra vez, pero esta vez no traté de convencerlo de nada. Solo le dije la verdad:

—Te amo, Aarón. Y siempre te voy a amar… Pero si ya no puedes confiar en mí, prefiero que seas feliz aunque no sea conmigo.

Nos quedamos sentados en silencio mientras el sol se ocultaba detrás de los árboles del parque. Al final nos despedimos con un abrazo largo y doloroso.

Hoy escribo esto desde nuestro antiguo departamento vacío. La vida sigue: sigo trabajando en la tienda, sigo hablando con mi familia y mis amigas… pero hay un hueco en mi pecho que nadie puede llenar todavía.

A veces me pregunto: ¿cuántas familias se han roto por un malentendido? ¿Cuántos amores verdaderos se pierden por no saber comunicarnos mejor?

¿Ustedes creen que el amor puede sobrevivir a una traición imaginaria? ¿O hay heridas que nunca sanan del todo?