Un mes para empezar de nuevo: la historia de Mariana y su suegra
—¡Tienen un mes para irse de mi casa! —gritó Doña Rosa, su voz retumbando en el pasillo como un trueno inesperado. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Alejandro, mi esposo, se quedó inmóvil, con la mirada perdida en el suelo. Yo apenas podía respirar.
No era la primera vez que discutíamos, pero jamás imaginé que llegaría a esto. Vivíamos con Doña Rosa desde hacía dos años, en su casa de la colonia San Rafael, en Ciudad de México. Cuando Alejandro y yo nos casamos, ella nos recibió con los brazos abiertos. «Aquí siempre tendrán un hogar», me dijo la primera noche, mientras me servía un café con canela. Yo la admiraba: una mujer fuerte, viuda desde joven, que sacó adelante a sus tres hijos vendiendo tamales y atole en la esquina del mercado.
Pero todo cambió cuando empecé a trabajar. Conseguí un puesto como asistente administrativa en una pequeña empresa. Los horarios eran largos y llegaba cansada. Doña Rosa empezó a hacer comentarios: «Las mujeres de antes no dejaban solos a sus maridos», «¿Y si Alejandro se aburre de estar solo?». Yo trataba de ignorarlo, pero cada palabra era una espina.
Una noche, después de una discusión por algo tan trivial como el uso del baño, explotó:
—¡En esta casa mando yo! Si no les gusta, ya saben dónde está la puerta.
Alejandro intentó calmarla:
—Mamá, por favor…
—¡No! —interrumpió ella—. Mariana ya no me respeta. Se cree mucho porque trabaja. ¡Pero aquí se hace lo que yo digo!
Me sentí humillada. ¿En qué momento pasé de ser la nuera ideal a la intrusa?
Esa noche no dormí. Escuché a Alejandro llorar en silencio. Al día siguiente, mientras preparaba café, Doña Rosa me miró fijamente:
—Tienen un mes para buscar dónde vivir. No quiero más faltas de respeto en mi casa.
Salí al trabajo con el corazón hecho trizas. En la oficina apenas podía concentrarme. Mi amiga Lucía me vio llorando en el baño y me abrazó:
—No eres la primera ni la última que pasa por esto, Mariana. Pero no tienes por qué aguantar humillaciones.
Esa tarde hablé con Alejandro:
—¿Y si buscamos un cuartito? No es mucho lo que ganamos, pero juntos podemos salir adelante.
Él asintió, pero lo vi derrotado. Su mamá era todo para él. Yo también sentía culpa: ¿estaba destruyendo su familia?
Los días pasaron entre silencios incómodos y miradas frías. Doña Rosa dejó de hablarme. Solo se dirigía a Alejandro y a su nieto Emiliano, mi hijo de cinco años. A veces escuchaba cómo le decía al niño:
—Cuando vivíamos solos éramos más felices.
Emiliano empezó a preguntar:
—¿Por qué la abuela está enojada?
No supe qué responderle.
Una tarde lluviosa, mientras buscábamos departamentos baratos en internet, Alejandro recibió una llamada de su hermana Laura:
—Mamá dice que ustedes la están haciendo sufrir mucho. Que Mariana es una desagradecida.
Sentí rabia e impotencia. ¿Por qué nadie veía mi esfuerzo? ¿Por qué siempre era yo la culpable?
Finalmente encontramos un cuarto pequeño en Iztapalapa. Era oscuro y olía a humedad, pero era nuestro refugio. El día que nos mudamos, Doña Rosa ni siquiera salió a despedirse. Solo escuché su voz desde la cocina:
—Ojalá encuentren lo que buscan.
Cargamos nuestras pocas cosas en una camioneta vieja que nos prestó un amigo. Emiliano lloraba porque no quería dejar a su abuela ni a sus primos. Alejandro manejaba en silencio, con los ojos rojos.
La primera noche en el nuevo lugar fue dura. No había agua caliente ni estufa. Nos abrazamos los tres bajo una cobija vieja y lloramos juntos.
Pero poco a poco empezamos a reconstruirnos. Compramos una estufa usada y una mesa de plástico. Lucía me ayudó a conseguir un trabajo mejor como recepcionista en una clínica dental. Alejandro empezó a dar clases particulares de matemáticas.
Un día Emiliano llegó con una sonrisa:
—Mamá, aquí sí podemos reírnos fuerte sin que nadie se enoje.
Sentí una paz nueva. Por primera vez en mucho tiempo, respiré hondo sin miedo a molestar a nadie.
Pasaron los meses y aprendimos a vivir con menos cosas pero más libertad. Alejandro y yo volvimos a reír juntos. A veces extrañaba las tardes de café con Doña Rosa, pero ya no sentía culpa ni rencor.
Un domingo recibí un mensaje inesperado:
—Mariana, ¿puedes venir a verme? —era Doña Rosa.
Fui sola. Me abrió la puerta con el rostro cansado y los ojos hinchados.
—Perdóname —dijo sin mirarme—. No supe cómo manejar mis miedos… Tenía miedo de quedarme sola otra vez.
Lloramos juntas mucho tiempo. No todo se arregló de inmediato, pero entendí que todos cargamos heridas invisibles.
Hoy vivimos en un departamento pequeño pero lleno de amor y respeto mutuo. Doña Rosa viene a visitarnos los domingos y juega con Emiliano mientras tomamos café.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres han tenido que elegir entre su dignidad y la familia? ¿Cuántas veces callamos para no incomodar? ¿Vale la pena perderse a una misma por complacer a los demás?
¿Y tú? ¿Qué hubieras hecho en mi lugar?