Un mes para irme: La decisión de mi suegra
—¡Tienes un mes para irte de mi casa, Lucía!— rugió doña Carmen desde la puerta de la cocina, con la voz temblando de rabia y los ojos llenos de lágrimas contenidas. El cuchillo con el que picaba cebolla quedó suspendido en el aire. Yo, con las manos mojadas y el corazón en la garganta, apenas pude responder.
—¿Pero por qué, doña Carmen? ¿Qué hice?— pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz. Mauricio, mi esposo, estaba en el trabajo y no tenía idea de lo que estaba pasando.
No era la primera vez que discutíamos, pero nunca así. Siempre pensé que nuestra relación era cordial, incluso cercana. Cuando Mauricio y yo nos casamos hace dos años, ella me recibió en su casa de la colonia Roma Sur con los brazos abiertos. «Aquí siempre tendrás un lugar», me decía. Yo le creí. Pero ahora, esa promesa se desmoronaba como las paredes viejas del departamento.
Doña Carmen dejó el cuchillo sobre la tabla y me miró fijamente. —No es nada personal, Lucía. Pero esta casa es mía y ya no puedo seguir compartiéndola. Ya hablé con Mauricio. Tienen un mes para buscar dónde vivir.
Sentí que el piso se abría bajo mis pies. ¿Cómo le iba a decir esto a Mauricio? Él siempre decía que su mamá era difícil, pero buena gente. Yo la respetaba, seguía sus consejos y hasta le ayudaba con las cuentas y las compras. ¿Por qué ahora esto?
Esa noche, cuando Mauricio llegó, lo esperé sentada en la sala, con los ojos hinchados de tanto llorar. Apenas cruzó la puerta, le solté todo:
—Tu mamá quiere que nos vayamos. Dice que tenemos un mes.
Mauricio se quedó helado. —¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué pasó?
—No sé… sólo dijo que ya no puede seguir compartiendo la casa.
Mauricio fue a hablar con ella. Escuché sus voces alzadas desde el pasillo:
—¡Mamá, no puedes hacer esto!— gritó él.
—¡Esta es mi casa!— respondió ella.— Ya son adultos, busquen su propio lugar.
Esa noche casi no dormimos. Mauricio estaba furioso, pero también confundido. Yo sentía una mezcla de tristeza y rabia. ¿Por qué nos hacía esto justo ahora, cuando apenas estábamos ahorrando para nuestro propio departamento?
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Carmen dejó de hablarme. Si coincidíamos en la cocina o el baño, apenas me miraba. Yo trataba de no hacer ruido, de no molestarla más de lo necesario. Mauricio intentó convencerla varias veces, pero ella se mantenía firme.
Una tarde, mientras lavaba los platos, escuché a doña Carmen hablando por teléfono en voz baja:
—Sí, ya les dije… No puedo más… No quiero que me quiten a mi hijo…
Sentí un nudo en el estómago. ¿Era eso? ¿Tenía miedo de perder a Mauricio? ¿O había algo más?
Esa noche, después de cenar en silencio, me armé de valor y fui a buscarla a su cuarto.
—Doña Carmen… ¿Podemos hablar?
Ella suspiró y me hizo pasar. Su cuarto olía a lavanda y a nostalgia. En la pared colgaban fotos de Mauricio de niño, abrazado a su papá —don Ernesto— que había muerto hacía años.
—¿Por qué nos quiere fuera?— pregunté suavemente.— Si hice algo mal…
Ella me miró con los ojos llenos de cansancio.
—No es tu culpa, Lucía. Es que… desde que te casaste con Mauricio siento que lo estoy perdiendo. Antes era sólo mío… Ahora ya casi no hablamos, ya no me cuenta nada… Y yo… yo sólo tengo esta casa y a él.
Me quedé callada. Por primera vez vi su soledad, su miedo. Pero también sentí rabia: ¿por qué tenía que pagar yo por eso?
—Doña Carmen… Yo nunca quise alejarlo de usted. Pero también necesitamos nuestro espacio…
Ella asintió en silencio.
Los días pasaron lentos y pesados. Empezamos a buscar departamentos baratos en la ciudad, pero todo era caro o peligroso. Mauricio trabajaba como contador en una pequeña empresa; yo daba clases particulares de inglés para niños del barrio. Apenas nos alcanzaba para sobrevivir.
Una tarde lluviosa, mientras revisábamos anuncios en internet, Mauricio explotó:
—¡Esto es una locura! ¡Mi mamá nos está echando a la calle!
Yo lo abracé fuerte.
—Vamos a salir adelante… juntos.
Pero cada día era más difícil mantener el ánimo. Los amigos nos decían que era normal: «En México todos viven con los suegros algún tiempo», decían. Pero nadie hablaba del dolor de sentirse rechazado en tu propia casa.
Una noche escuché a doña Carmen llorando en su cuarto. Dudé si entrar o no. Al final toqué suavemente la puerta.
—¿Está bien?
Ella negó con la cabeza.
—No quiero estar sola… Pero tampoco quiero perderlos…
Me senté junto a ella en la cama.
—¿Por qué no intentamos poner reglas? Podemos ayudarla con los gastos, buscar un equilibrio…
Ella suspiró.
—No sé si pueda… Me siento vieja y cansada…
La última semana fue la peor. Empacamos nuestras cosas en cajas prestadas por los vecinos. Cada objeto era un recuerdo: la taza que usábamos para el café en las mañanas; el mantel bordado por doña Carmen; las fotos de nuestra boda pegadas en la nevera.
El día que nos fuimos llovía fuerte. Doña Carmen nos abrazó en silencio antes de cerrar la puerta detrás de nosotros. Sentí que algo se rompía para siempre.
Nos mudamos a un cuartito pequeño en Iztapalapa. Las paredes eran delgadas y el techo goteaba cuando llovía. Pero era nuestro espacio. Mauricio y yo peleábamos más seguido —el estrés, el dinero, el cansancio— pero también aprendimos a apoyarnos como nunca antes.
A veces llamábamos a doña Carmen para saber cómo estaba. Al principio no contestaba; después empezó a responder con monosílabos; poco a poco volvimos a hablar como antes, aunque ya nada era igual.
Hoy han pasado seis meses desde aquel día. A veces me pregunto si hicimos bien en irnos tan pronto; si debimos luchar más por quedarnos o entender mejor el dolor de doña Carmen. Pero también sé que necesitábamos crecer por nuestra cuenta.
¿Hasta qué punto debemos sacrificar nuestra felicidad por los miedos y soledades de quienes amamos? ¿Cuántas familias se rompen por orgullo o por no saber pedir ayuda? ¿Ustedes qué hubieran hecho en mi lugar?