Un mes para irme: La decisión de mi suegra

—Tienes un mes para irte, Valeria. No más.

La voz de doña Carmen retumbó en la cocina como un trueno inesperado. Yo sostenía una taza de café, temblorosa, mientras el vapor se disipaba entre nosotras. Mauricio no estaba en casa; se había ido temprano a trabajar en la panadería del barrio. Me quedé paralizada, mirando los ojos duros de la mujer que, hasta hace poco, me llamaba “hija”.

—¿Por qué? —alcancé a decir, con un hilo de voz.

Doña Carmen se cruzó de brazos. Sus labios apretados y su mirada fija en el suelo decían más que cualquier palabra. —No es nada personal, pero esta casa es mía. Y ya no puedo seguir permitiendo ciertas cosas aquí.

Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Hacía tres años que vivía con Mauricio en esa casa de paredes descascaradas y patio lleno de macetas. Habíamos llegado después de que mi mamá enfermara y yo perdiera mi trabajo como secretaria en el centro de Medellín. Doña Carmen nos recibió con los brazos abiertos, o eso pensé. Me ayudó a cuidar a mi hijo Emiliano, me enseñó a preparar arepas y hasta me prestó su chal para las noches frías. ¿En qué momento todo cambió?

Esa noche, cuando Mauricio regresó, le conté lo sucedido. Se quedó callado mucho rato, mirando sus manos llenas de harina.

—Mi mamá es así —dijo al fin—. Cuando se le mete algo en la cabeza…

—¿Pero por qué ahora? ¿Qué hice mal?

Mauricio suspiró. —No sé, Vale. Tal vez es por lo de Emiliano…

Me dolió que lo dijera así, como si mi hijo fuera una carga. Emiliano tenía seis años y era mi vida entera. Su padre nos había abandonado antes de nacer y yo había luchado sola hasta que conocí a Mauricio. Él lo aceptó como suyo desde el primer día. Pero doña Carmen nunca ocultó su preferencia por sus nietos “de sangre”.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Doña Carmen apenas me dirigía la palabra. Emiliano sentía la tensión y se aferraba a mí cada vez que ella entraba en la habitación. Yo trataba de mantener la calma, pero por dentro me carcomía la angustia.

Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a doña Carmen hablando con su hermana por teléfono:

—No puedo permitir que esa muchacha siga aquí… No es familia… Y Mauricio se está olvidando de lo que importa…

Me mordí los labios hasta sangrar. ¿No era familia? ¿Después de todo lo que habíamos compartido?

Esa noche enfrenté a Mauricio:

—¿Vamos a buscar otro lugar? No puedo seguir aquí sabiendo que tu mamá me quiere fuera.

Él bajó la mirada. —No tengo suficiente para pagar un arriendo ahora… Y la panadería apenas da para comer…

—¿Y entonces? ¿Me voy sola con Emiliano?

Mauricio no respondió. El silencio fue más cruel que cualquier palabra.

Pasaron los días y empecé a empacar mis cosas en secreto. No quería que Emiliano se diera cuenta, pero los niños siempre saben más de lo que uno cree.

Una noche, mientras le leía un cuento, me preguntó:

—Mami, ¿por qué la abuela ya no me quiere?

Sentí un nudo en la garganta. —No es eso, mi amor… A veces los adultos se confunden y hacen cosas que duelen.

Él me abrazó fuerte y lloró en silencio.

El último domingo antes del plazo final, doña Carmen organizó un almuerzo familiar. Vinieron sus otros hijos y nietos. Yo ayudé a servir la comida como siempre, pero sentía las miradas sobre mí, cuchicheos ahogados en cada rincón.

Cuando llegó el postre, doña Carmen levantó su copa:

—A la familia —dijo—, porque la sangre es lo único que nunca se rompe.

Sentí una puñalada en el pecho. Nadie dijo nada. Nadie me defendió.

Esa noche, después de lavar los platos sola, me senté en el patio y lloré hasta quedarme sin lágrimas. Pensé en mi mamá, en cómo luchó toda su vida para protegerme del rechazo y la pobreza. Pensé en Emiliano y en el futuro incierto que nos esperaba.

Al día siguiente, tomé una decisión. Fui al cuarto de doña Carmen y toqué la puerta.

—Gracias por todo lo que hizo por nosotros —le dije—. Me voy mañana.

Ella asintió sin mirarme a los ojos. —Es lo mejor.

Mauricio intentó convencerme de quedarme unos días más, pero yo ya no podía soportar esa casa donde el amor se había vuelto veneno.

Esa mañana empaqué lo poco que tenía: ropa, los juguetes favoritos de Emiliano y una foto vieja de mi mamá sonriendo en el mercado de Envigado. Salimos temprano, antes de que todos despertaran.

Mientras caminábamos hacia la terminal de buses, Emiliano me tomó la mano y preguntó:

—¿A dónde vamos ahora?

Le sonreí con lágrimas en los ojos: —A donde podamos ser felices sin miedo.

Ahora vivimos en una habitación alquilada en un barrio humilde al sur de la ciudad. No es fácil; trabajo limpiando casas y Emiliano va a una escuela pública donde a veces le hacen preguntas incómodas sobre su papá. Pero estamos juntos y eso me basta por ahora.

A veces me pregunto si hice bien en irme o si debí pelear más por nuestro lugar en esa familia. ¿Cuántas mujeres han tenido que elegir entre su dignidad y un techo para sus hijos? ¿Cuántas veces el orgullo y los secretos destruyen lo poco bueno que tenemos?

¿Ustedes qué hubieran hecho? ¿Vale más la sangre o el amor verdadero?