Un mes para irnos: el día que mi suegra cambió mi vida
—¡Tienen un mes para irse de mi casa! —gritó Doña Rosa, su voz retumbando en las paredes de la sala como un trueno inesperado. Sentí que el piso se abría bajo mis pies. Macario, mi esposo, se quedó mudo, con la mirada clavada en el suelo. Yo solo pude apretar los puños y tragarme las lágrimas. ¿Cómo habíamos llegado a esto?
Hace dos años, cuando Macario y yo decidimos casarnos, pensé que la vida me sonreía. Nos conocimos en la universidad de Xalapa, entre huelgas y cafés baratos. Él era el chico callado de Veracruz con sueños de ser ingeniero; yo, una chica de pueblo que quería ser maestra. Nos enamoramos rápido, como suele pasar cuando uno es joven y cree que el amor lo puede todo.
Después de la boda, nos fuimos a vivir con su mamá, Doña Rosa. Era una mujer fuerte, de esas que han criado hijos sola y no le temen a nada. Siempre la admiré. Me enseñó a hacer mole y a regatear en el mercado. Al principio, todo era armonía: desayunos juntos, risas en la cocina, consejos sobre la vida y el matrimonio. Pero poco a poco, las cosas cambiaron.
La crisis económica golpeó fuerte. Macario perdió su trabajo en la fábrica y yo apenas conseguía unas horas dando clases particulares. Cada peso contaba. Doña Rosa empezó a mirarnos diferente. Ya no era la suegra cariñosa, sino la dueña de la casa que nos recordaba que estábamos ahí «de paso».
—No es justo que yo mantenga a dos adultos —decía mientras lavaba los trastes—. Yo ya trabajé toda mi vida.
Intenté hablar con Macario muchas veces.
—Amor, tenemos que buscar algo —le decía en voz baja por las noches—. No podemos seguir así.
Él solo suspiraba y me abrazaba fuerte.
—Ya va a salir algo, Lupita. Ten fe.
Pero los días pasaban y nada cambiaba. Hasta que llegó esa noche fatídica.
—¡Un mes! —repitió Doña Rosa—. Si no se van, yo misma saco sus cosas a la calle.
Me encerré en el cuarto y lloré como no lloraba desde niña. Sentí rabia, tristeza y vergüenza. ¿Cómo le iba a decir a mi mamá en el pueblo que nos habían corrido? ¿Dónde íbamos a ir? ¿Cómo íbamos a pagar una renta si apenas teníamos para comer?
Al día siguiente, Macario salió temprano a buscar trabajo. Yo me quedé sola con Doña Rosa. El silencio era pesado como plomo.
—No lo hago por maldad —me dijo de pronto—. Pero ustedes tienen que aprender a valerse por sí mismos.
Quise gritarle que ya lo sabíamos, que no éramos unos mantenidos por gusto. Pero solo asentí y salí al patio a tender la ropa.
Esa tarde, mientras colgaba las camisas de Macario, escuché a Doña Rosa hablando por teléfono en la cocina.
—Sí, ya se van… No te preocupes, hija… Aquí no quiero problemas.
Me quedé helada. ¿Con quién hablaba? ¿Por qué decía eso? Empecé a sospechar que había algo más detrás de su decisión.
Esa noche, cuando Macario regresó derrotado y sin noticias buenas, le conté lo que había escuchado.
—¿Crees que tenga problemas con tu hermana? —le pregunté.
Macario frunció el ceño.
—Mi hermana nunca quiso que viviéramos aquí… Siempre dijo que éramos una carga para mi mamá.
Sentí una punzada en el pecho. La familia que creía mía se desmoronaba ante mis ojos.
Los días siguientes fueron un infierno. Doña Rosa nos ignoraba o nos lanzaba indirectas hirientes. Macario y yo discutíamos cada vez más seguido.
—¡No puedo más! —le grité una noche—. ¡No quiero vivir así!
Él me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—¿Y qué quieres que haga? ¡No encuentro trabajo!
Nos abrazamos llorando, sintiéndonos solos contra el mundo.
Una tarde, mientras buscaba anuncios de renta en Facebook, recibí un mensaje de mi mamá: «¿Cómo están hija? ¿Todo bien?» No pude mentirle más y le conté todo. Ella me respondió con una voz firme:
—Vénganse al pueblo. Aquí siempre tendrán un techo.
Pero yo no quería regresar derrotada. No después de todo lo que había luchado por salir adelante.
Faltando dos semanas para irnos, Macario consiguió un trabajo temporal como ayudante en una construcción. No era mucho, pero era algo. Yo acepté dar clases particulares a niños del barrio aunque me pagaran poco.
Empezamos a buscar cuartos en renta. Todo era caro o estaba en zonas peligrosas. Una noche, después de recorrer media ciudad bajo la lluvia, nos sentamos en una banqueta y Macario rompió el silencio:
—Perdóname, Lupita… Te fallé como esposo.
Le tomé la mano con fuerza.
—No me fallaste tú… Nos falló la vida. Pero juntos vamos a salir adelante.
Finalmente encontramos un cuartito en la colonia Emiliano Zapata: pequeño, húmedo y sin ventanas, pero nuestro. El día de la mudanza fue triste y liberador al mismo tiempo. Doña Rosa ni siquiera salió a despedirse; solo escuché su voz desde la cocina:
—Que les vaya bien…
Cargamos nuestras pocas cosas en un taxi viejo y nos fuimos sin mirar atrás.
La primera noche en nuestro nuevo hogar lloré mucho, pero también sentí una paz extraña. Por primera vez en meses, nadie nos juzgaba ni nos hacía sentir menos.
Poco a poco fuimos reconstruyendo nuestra vida desde cero. Macario consiguió un mejor trabajo y yo abrí un pequeño taller de regularización para niños del barrio. No teníamos lujos, pero sí dignidad y esperanza.
A veces pienso en Doña Rosa y me pregunto si algún día entenderá cuánto dolió su decisión. Pero también sé que gracias a ese dolor aprendí a ser fuerte y a valorar lo poco o mucho que tenemos.
Hoy miro a Macario dormir después de un día largo y sonrío entre lágrimas: salimos adelante juntos, aunque el mundo se nos viniera encima.
¿Ustedes han pasado por algo así? ¿Hasta dónde llegarían por amor propio y dignidad? Los leo…