Un Regalo Demasiado Lejano: Entre la Sangre y el Sacrificio

—¿Y entonces? ¿Vas a decir que no? —La voz de mi madre, doña Carmen, retumbó en el altavoz mientras yo miraba el techo de mi pequeño departamento en la colonia Narvarte, sintiendo cómo el aire se volvía más denso con cada palabra.

No supe qué responder. El reloj marcaba las 10:47 de la noche y yo acababa de regresar del hospital, donde trabajaba como enfermero desde hace seis años. Mi espalda dolía, mis pies ardían y, sin embargo, lo que más pesaba era esa petición absurda que acababa de escuchar: regalarle mi departamento a mi hermano menor, Mauricio, y a su esposa Jessica.

—Mamá, ¿de verdad crees que eso es justo? —pregunté, tratando de mantener la voz firme.

—Ay, hijo, tú sabes que Mauricio siempre ha tenido mala suerte. Jessica está embarazada otra vez y no pueden seguir pagando renta. Tú eres soltero, tienes trabajo estable…

La rabia me subió como un golpe de calor. ¿Acaso mis sacrificios no valían? ¿Acaso mis noches en vela, mis turnos dobles y mi soledad no contaban?

Recordé cuando tenía 19 años y papá murió de un infarto. Yo dejé la universidad para trabajar y ayudar con los gastos de la casa. Mauricio era apenas un adolescente y Jessica ni siquiera existía en nuestras vidas. Mamá lloraba todas las noches y yo aprendí a ser fuerte por ella y por mi hermano. Ahora, años después, parecía que todo ese esfuerzo solo me había convertido en el proveedor oficial de la familia.

—No puedo creer que me pidas esto —susurré.

—¡No te pongas dramático! —intervino Jessica al fondo, porque claro, la llamada era en altavoz—. Es solo un departamento. La familia es lo más importante.

Me mordí los labios para no gritarle que para mí ese departamento era mucho más que cuatro paredes. Era el símbolo de mi independencia, el fruto de años de trabajo y privaciones. Era el lugar donde podía ser yo mismo, lejos de las exigencias y los chantajes emocionales.

—Mauricio nunca te pediría algo así —dije, buscando a mi hermano en la conversación.

—No es cierto —respondió él con voz apagada—. Yo solo quiero lo mejor para mi familia…

—¿Y yo qué soy? —pregunté, sintiendo cómo se me quebraba la voz—. ¿Acaso no soy parte de esta familia?

El silencio fue largo y pesado. Escuché un sollozo ahogado, tal vez de mamá. Jessica murmuró algo sobre «egoísmo» y Mauricio no dijo nada más.

Colgué sin despedirme. Me senté en la cama y lloré como no lo hacía desde hacía años. Me sentí traicionado, usado, invisible.

Al día siguiente, en el hospital, apenas podía concentrarme. Mi compañera de turno, Lucía, notó mi mal humor.

—¿Qué te pasa, Andrés? Tienes cara de haber peleado con medio mundo.

Le conté todo entre suspiros y rabia contenida. Lucía me miró con esos ojos grandes y sinceros que siempre parecían entenderlo todo.

—En mi casa pasó algo parecido —me confesó—. Mi hermano mayor se quedó con la casa de mis papás porque «él tenía hijos» y yo era soltera. Nunca más volví a sentirme igual con ellos.

Su historia me hizo sentir menos solo pero también más triste. ¿Era esto común en nuestras familias? ¿El sacrificio del que menos tiene porque «puede aguantar»?

Esa noche recibí mensajes de mamá: «Piensa en tu hermano», «No seas duro», «La familia es primero». Jessica también escribió: «No seas egoísta, Andrés. Si realmente nos quieres, ayúdanos».

Me sentí acorralado. Si decía que no, sería el malo de la historia. Si decía que sí, perdería todo por lo que había luchado.

Pasaron los días y la tensión creció. En cada comida familiar había miradas frías y silencios incómodos. Mauricio evitaba mirarme a los ojos; Jessica fingía sonrisas; mamá suspiraba como mártir.

Un domingo decidí enfrentar a todos en la casa materna en Iztapalapa. El olor a café y pan dulce no logró suavizar el ambiente tenso.

—Quiero hablar —dije apenas entré.

Todos se sentaron alrededor de la mesa como si esperaran un veredicto.

—No voy a regalarles mi departamento —dije con voz temblorosa pero firme—. Lo siento, pero no puedo hacerlo. He trabajado demasiado para conseguirlo y también tengo derecho a pensar en mí.

Jessica bufó.—¡Sabía que eras egoísta! ¡Por eso nadie te quiere!

Mauricio bajó la cabeza.—Andrés…

Mamá lloró.—Hijo, yo solo quería que estuviéramos juntos…

Me levanté y abracé a mamá.—Siempre vamos a estar juntos, pero no puedo seguir sacrificándome solo yo.

Salí de la casa sintiéndome culpable pero también liberado. Por primera vez en años pensé en lo que yo quería, no en lo que los demás esperaban de mí.

Hoy sigo viviendo en mi pequeño departamento. La relación con mi familia es tensa pero honesta. A veces me pregunto si hice lo correcto o si debí ceder una vez más.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Cuándo es justo decir basta? ¿Ustedes qué harían en mi lugar?