Un Regalo Demasiado Lejano: Entre la Sangre y el Sacrificio

—¡No puedo creer que me estés pidiendo esto, mamá! —grité, apretando el celular con tanta fuerza que sentí que se me iban a romper los dedos.

Del otro lado de la línea, la voz de mi madre temblaba, como si supiera que estaba a punto de romper algo irremediable entre nosotros.

—Hijo, por favor… es solo un favor para tu hermano. Él y Lucía están pasando por un momento difícil. Tú tienes tu trabajo, tu vida…

Me quedé en silencio. Afuera, la ciudad de Lima rugía con su tráfico y su caos, pero dentro de mi pequeño departamento todo se sentía suspendido, como si el tiempo se hubiera detenido justo en el instante en que mi madre pronunció esas palabras. «Regálales tu departamento». Así, sin anestesia. Como si no supiera lo que me costó llegar hasta aquí.

Mi hermano menor, Diego, siempre fue el consentido. Desde chicos, mamá le resolvía todo: los uniformes perdidos, las tareas olvidadas, los problemas con los profesores. Yo aprendí a valerme solo porque no había otra opción. Cuando papá murió en ese accidente de colectivo en la Panamericana Sur, yo tenía apenas dieciséis años y Diego doce. Mamá se refugió en él y yo me convertí en el hombre de la casa antes de tiempo.

—¿Y Lucía? ¿Qué dice ella? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Ella solo quiere lo mejor para Diego y para sus hijos…

«Sus hijos». Mis sobrinos. Los adoro, pero no puedo evitar sentir que Lucía siempre ha visto en mí una billetera con patas. Desde que se casó con Diego, cada reunión familiar es una competencia silenciosa: quién tiene más, quién puede dar más. Y ahora esto.

Esa noche no dormí. Caminé por mi departamento una y otra vez, mirando las paredes que pinté yo mismo, los muebles que compré de a poco con mi primer sueldo como ingeniero civil. Recordé las noches de desvelo estudiando en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, trabajando de día y estudiando de noche para poder pagarme la carrera y ayudar en casa.

Al día siguiente, Diego me llamó.

—Oye, hermano… ¿ya hablaste con mamá? —su voz sonaba nerviosa, como si supiera que estaba cruzando una línea peligrosa.

—Sí. ¿De verdad crees que es justo lo que me están pidiendo?

Hubo un silencio incómodo.

—Mira… Lucía está embarazada otra vez. El alquiler nos está matando y tú tienes este departamento solo para ti…

—¡Porque me lo gané! —le corté—. Nadie me regaló nada, Diego. ¿Por qué tengo que regalarte lo único que tengo?

—No es para siempre… Solo hasta que salgamos adelante.

Me reí amargamente.

—¿Y cuándo será eso? ¿Cuando tus hijos sean grandes? ¿Cuando Lucía decida que ya no le sirve?

Colgó sin responderme.

Los días siguientes fueron un infierno. Mamá dejó de hablarme. Mis tías comenzaron a llamarme «egoísta» en el grupo de WhatsApp familiar. Hasta mi abuela en Arequipa me mandó un audio llorando: «Hijito, la familia es lo más importante».

Pero nadie preguntó cómo me sentía yo. Nadie recordó las veces que dejé de comer para que Diego tuviera útiles nuevos o cuando vendí mi bicicleta para pagar la luz de la casa.

Una tarde, Lucía vino a buscarme al trabajo. Me esperó afuera del Ministerio de Vivienda con su panza de seis meses y esa mirada desafiante que siempre me incomodó.

—Mira, Martín —me dijo sin rodeos—. No sé qué te pasa, pero Diego es tu hermano. Nosotros te necesitamos. ¿De verdad vas a dejar que tus sobrinos crezcan en la calle?

Sentí rabia y culpa mezcladas como veneno.

—Lucía, yo también tengo derecho a vivir tranquilo. Este departamento es mi hogar…

—¿Y qué? ¿Prefieres vernos sufrir? —me interrumpió—. ¡Eres un egoísta! Si tu papá estuviera vivo…

Eso fue demasiado.

—¡No metas a mi papá en esto! —le grité—. Él fue quien me enseñó a luchar por lo mío. No a regalarlo porque sí.

Se fue llorando y esa noche Diego volvió a llamarme borracho:

—Siempre fuiste el favorito de papá… pero ahora veo que solo piensas en ti.

Me quedé mirando el techo toda la noche, preguntándome si realmente era tan egoísta como decían.

Pasaron semanas así. En el trabajo ya no rendía igual; mis amigos notaban mi tristeza pero no sabía cómo explicarles lo que sentía: ese dolor sordo de ser el malo por defender lo poco que tenía.

Un domingo cualquiera, fui a visitar a mamá después de meses sin verla. Me abrió la puerta con los ojos hinchados de tanto llorar.

—Hijo…

La abracé fuerte y lloramos juntos largo rato. En la mesa del comedor estaban las fotos viejas: papá sonriendo con nosotros dos pequeños en brazos; mamá joven y fuerte; Diego con su sonrisa traviesa.

—¿Por qué siempre tengo que ser yo el que cede? —le pregunté entre lágrimas.

Ella bajó la cabeza.

—Porque eres fuerte, Martín… Porque siempre supiste salir adelante solo.

Me fui de esa casa sintiéndome más solo que nunca.

Esa noche decidí escribirle una carta a Diego:

«Hermano,
Sé que están pasando por un momento difícil y me duele no poder ayudarlos como quisieran. Pero este departamento es el fruto de años de sacrificio y renuncias. No puedo regalarlo porque sería renunciar a mí mismo. Espero algún día puedas entenderlo y perdonarme si te fallé como hermano.
Con cariño,
Martín»

No sé si algún día volveremos a ser los mismos. La familia puede ser un refugio o una cárcel; a veces ambas cosas al mismo tiempo.

Hoy sigo viviendo solo en mi departamento, pero cada vez que escucho el eco de mis pasos pienso en todo lo que perdí por defenderlo… y en todo lo que habría perdido si lo hubiera entregado sin luchar.

¿Hasta dónde debe llegar el sacrificio por la familia? ¿Vale la pena perderse uno mismo para no perder a los demás?