Un salto al vacío: Amor virtual, boda y despedidas inesperadas

—¿De verdad vas a casarte con alguien que nunca has visto? —La voz de mi madre retumbó en la cocina, mientras el café hervía y la lluvia golpeaba el techo de lámina. Yo tenía el celular en la mano, temblando, leyendo por décima vez el mensaje de Emiliano: «Ya tengo el boleto, Mariana. Nos vemos en el altar».

Mi nombre es Mariana Torres, tengo 28 años y vivo en Medellín, Colombia. Hace seis meses, mi vida era tan común como la de cualquier otra mujer de mi barrio: trabajo en una papelería, cuido a mi abuela y sueño con algo más grande. Todo cambió una noche de insomnio cuando acepté la solicitud de amistad de Emiliano Vargas, un mexicano que vivía en Ciudad de México. Su perfil tenía fotos con su perro, frases de Sabines y una sonrisa que parecía sincera.

Al principio, nuestras conversaciones eran inocentes: música, películas, anécdotas de infancia. Pero pronto se volvieron confesiones nocturnas, promesas y risas compartidas a través de videollamadas. Emiliano me decía cosas que nadie más se había atrevido a decirme: «Eres luz en mi oscuridad», «Contigo quiero todo». Yo, que siempre fui desconfiada, me entregué a esa ilusión como quien se lanza al vacío sin mirar abajo.

—Mamá, lo amo —le dije una tarde mientras doblaba la ropa—. Él me entiende como nadie.

Ella suspiró y me miró con esos ojos cansados de madre soltera: —El amor no es solo palabras bonitas por internet, hija. ¿Y si te está mintiendo?

No quise escucharla. ¿Qué podía saber ella del amor moderno? Yo sentía que Emiliano era mi destino. Así que, una noche de agosto, le propuse matrimonio por videollamada. Él se quedó callado unos segundos y luego sonrió: «Sí, Mariana. Casémonos. Que nuestra primera cita sea nuestra boda».

La noticia corrió por la familia como pólvora. Mi tía Lucía rezaba por mí, mi primo Andrés me llamaba loca y mi abuela solo repetía: «Que Dios te cuide». Pero yo estaba decidida. Organizamos todo por WhatsApp: la iglesia pequeña del barrio, el vestido prestado de mi prima, los tamales para la recepción.

Los días previos a la boda fueron un torbellino de emociones. Cada vez que sonaba el celular, sentía mariposas en el estómago. Pero también empezaron las dudas: Emiliano evitaba ciertas preguntas sobre su familia, cambiaba de tema cuando hablábamos del futuro y nunca me mostró su casa en las videollamadas. Una noche, lo enfrenté:

—¿Por qué nunca me hablas de tus papás?

—Es complicado —respondió—. Mi familia no entiende este tipo de amor. Pero eso no importa, Mariana. Lo único real somos tú y yo.

Quise creerle. El día de la boda llegó y la iglesia estaba llena de curiosos más que de invitados. Mi madre lloraba en silencio; mi abuela me apretaba la mano con fuerza. Yo temblaba bajo el velo blanco, esperando ver por fin a Emiliano.

Pasaron diez minutos… veinte… media hora. El sacerdote carraspeó incómodo. Mi corazón latía tan fuerte que sentía que iba a desmayarme. De pronto, mi primo Andrés entró corriendo con el celular en alto:

—¡Mariana! ¡Te está llamando!

Contesté con manos sudorosas. La imagen de Emiliano apareció en la pantalla: ojos rojos, barba desordenada.

—Perdóname —dijo entre sollozos—. No puedo hacerlo. No puedo dejar todo atrás… Mi mamá está enferma y… no soy quien te dije que era.

El mundo se detuvo. Sentí que me arrancaban el alma por dentro. La iglesia se quedó en silencio; todos miraban mi desgracia como si fuera una telenovela barata.

Corrí fuera del templo bajo la lluvia, sin importarme el vestido ni los tacones rotos. Mi madre me alcanzó y me abrazó fuerte:

—Te lo advertí, hija…

Lloré hasta quedarme sin fuerzas. Esa noche, encerrada en mi cuarto, repasé cada mensaje, cada promesa rota. ¿Cómo pude ser tan ingenua? ¿Por qué preferí creer en un sueño antes que enfrentar la realidad?

Pasaron semanas antes de que pudiera volver a salir a la calle sin sentir vergüenza. La gente murmuraba a mis espaldas; mis amigas me evitaban por miedo al contagio del ridículo. Pero poco a poco entendí que no era la única: muchas mujeres como yo han caído en las redes del amor virtual, buscando lo que no encuentran cerca.

Un día recibí un mensaje de Emiliano: «Perdóname por todo el daño. Ojalá encuentres a alguien real». No respondí. Cerré su chat y borré sus fotos.

Hoy sigo trabajando en la papelería y cuido a mi abuela como siempre. Pero algo cambió en mí: aprendí a quererme más y a no buscar afuera lo que debo construir dentro de mí misma.

A veces me pregunto: ¿Cuántas Marianas hay allá afuera esperando un amor imposible? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por alguien que solo existe detrás de una pantalla? ¿O es mejor aprender a amarnos primero antes de saltar al vacío?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?