Un Salto al Vacío: Entre el Amor y la Desilusión

—¿Estás segura de lo que vas a hacer, Valeria? —la voz de mi mamá, Marta, retumbó en la cocina, mientras yo cerraba la última caja con mis cosas.

No respondí de inmediato. Afuera, el sol del mediodía caía sobre las calles de Buenos Aires, y yo sentía que el calor me quemaba por dentro. Mi corazón latía rápido, no sabía si por la emoción o el miedo. Había vendido mi departamento en Caballito, ese pequeño refugio que me costó años de esfuerzo y noches sin dormir. Todo por Julián, el hombre que conocí en las playas de Mar del Plata tres veranos atrás.

—Mamá, ya tomé la decisión —le dije, tratando de sonar firme—. Julián y yo nos amamos. ¿No te alegra verme feliz?

Ella suspiró, se secó las manos en el delantal y me miró con esos ojos llenos de preocupación que siempre me hacían sentir como una nena otra vez.

—El amor no paga las cuentas ni te devuelve lo que perdiste, hija. Pensá bien. No quiero verte llorar después.

Ignoré su advertencia. Me aferré a la ilusión de un futuro juntos, a los recuerdos de aquel verano: las caminatas por la arena, los mates al atardecer, las promesas susurradas bajo las estrellas. Julián era diferente a todos los hombres que había conocido. Tenía una sonrisa capaz de desarmar cualquier enojo y una manera de mirarme que me hacía sentir única.

Nos casamos en una ceremonia sencilla en la iglesia del barrio. Mis amigas decían que parecía un cuento de hadas. Pero los cuentos no hablan de trámites interminables ni de discusiones por dinero. Al principio todo era perfecto: cenas improvisadas, risas compartidas, planes para el futuro. Pero pronto la realidad empezó a colarse por las rendijas.

Julián perdió su trabajo en una empresa de turismo cuando la economía se desplomó. Yo seguía trabajando como contadora en una pyme, pero el sueldo apenas alcanzaba para cubrir los gastos del nuevo departamento que alquilamos juntos en Palermo. Las cuentas se acumulaban en la mesa del comedor y las discusiones se volvieron rutina.

—¿Por qué no buscás algo más estable? —le pregunté una noche, mientras él miraba el techo sin decir nada.

—¿Y vos qué sabés lo difícil que está todo? —me respondió con voz cansada—. No es tan fácil como pensás.

La tensión crecía. Empezaron los silencios incómodos, las miradas esquivas. Julián salía cada vez más seguido con sus amigos del club y volvía tarde, oliendo a cerveza y cigarrillos. Yo me refugiaba en el trabajo y evitaba volver temprano a casa.

Una tarde, mientras revisaba unos papeles en la oficina, recibí un mensaje de mi mamá: «¿Cómo estás? Hace días que no sé nada de vos». Sentí un nudo en la garganta. No quería preocuparla, pero tampoco podía mentirle más.

Esa noche, Julián llegó borracho. Tiró las llaves sobre la mesa y se desplomó en el sillón.

—¿Otra vez así? —le reclamé, sin poder contener el enojo.

—No empieces, Valeria —gruñó—. Estoy harto de tus sermones.

La discusión subió de tono. Gritos, reproches, lágrimas. Por primera vez sentí miedo. Miedo de haberme equivocado, miedo de perderlo todo.

Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Julián apenas me hablaba y yo caminaba por la casa como una sombra. Una mañana encontré una carta sobre la mesa: «Necesito tiempo para pensar. Me voy unos días».

Me desplomé en el piso y lloré como nunca antes. Lloré por mi departamento perdido, por mi orgullo herido, por la voz de mi madre resonando en mi cabeza: «No quiero verte llorar después».

Pasaron semanas sin noticias de Julián. Mis amigas intentaron animarme con salidas y mensajes de apoyo, pero yo solo quería desaparecer. Mi mamá venía todos los días a verme, me traía comida y trataba de convencerme para que volviera a vivir con ella.

—No es tan fácil —le dije una tarde—. No puedo volver atrás como si nada hubiera pasado.

—Pero podés empezar de nuevo —me respondió con ternura—. Nadie te va a juzgar por haberte equivocado.

Finalmente Julián regresó, pero ya no era el mismo. Había algo roto entre nosotros que no podía repararse con palabras bonitas ni promesas vacías.

—Valeria —me dijo una noche—, creo que lo mejor es separarnos. No quiero seguir haciéndote daño.

Sentí alivio y tristeza al mismo tiempo. Firmamos los papeles del divorcio en silencio, sin mirarnos a los ojos. Me quedé sola en un departamento vacío, con una maleta llena de recuerdos y una cuenta bancaria casi en cero.

Volví a casa de mi mamá, avergonzada pero agradecida por tener un lugar donde refugiarme. Me costó meses recuperar la confianza en mí misma y entender que el amor no siempre es suficiente para sostener una vida juntos.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿Cuántas veces nos dejamos llevar por la ilusión y olvidamos escuchar a quienes más nos quieren? ¿Vale la pena arriesgarlo todo por amor o es mejor proteger lo que tanto nos costó conseguir?

¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o volverían a empezar desde cero?