Un verano helado en los Andes: La visita que cambió mi familia
—¿Por qué viniste, Javier? —La voz de Lucía cortó el aire frío de la sala, mientras el viento de los Andes golpeaba las ventanas con furia.
Me quedé parado en la entrada, con mi esposa Mariana a mi lado, las maletas aún sin soltar. Habíamos manejado desde Mendoza hasta este pequeño pueblo en la montaña, ilusionados con pasar un verano diferente, lejos del bullicio y cerca de la familia. Pero el recibimiento fue tan gélido como la nieve que cubría los cerros.
Lucía, mi cuñada, apenas nos miró. Su esposo, Ernesto, ni siquiera salió a saludarnos. Los chicos —mis sobrinos— se asomaron tímidos desde la escalera y desaparecieron al instante. Mariana me apretó la mano, intentando sonreír.
—Pensé que te alegraría vernos —le dije a Lucía, buscando alguna chispa de cariño en sus ojos.
Ella suspiró, se cruzó de brazos y murmuró:
—No es buen momento. Pero ya están acá… pasen.
Entramos. La casa olía a sopa caliente y leña húmeda. Mariana intentó romper el hielo:
—¡Qué vista hermosa tienen! Desde la ruta se veían los glaciares…
Lucía solo asintió. El silencio era tan denso que podía escucharse el crujir de la madera bajo nuestros pies. Me pregunté si había hecho mal en aceptar su invitación. Pero ¿cómo iba a saberlo? Hacía años que no nos veíamos, desde el funeral de mi suegra.
Esa noche, cenamos todos juntos. Ernesto apenas habló; los chicos comieron rápido y se fueron a su cuarto. Lucía sirvió la comida en silencio. Mariana y yo nos mirábamos, incómodos.
—¿Y cómo va el trabajo en Buenos Aires? —preguntó Ernesto de repente, sin mirarme.
—Bien… complicado como siempre —respondí—. Pero por eso queríamos venir: desconectarnos un poco.
Lucía soltó una risa amarga:
—Acá no hay mucho para desconectarse. Solo frío y cuentas por pagar.
Sentí una punzada de culpa. Sabía que Lucía y Ernesto luchaban para mantener la hostería familiar desde que mi suegra murió. Mariana había enviado dinero varias veces, pero nunca hablamos del tema abiertamente.
Esa noche, mientras acomodábamos nuestras cosas en el cuarto de huéspedes, Mariana rompió a llorar.
—No entiendo qué pasa… ¿Por qué nos tratan así?
La abracé fuerte. No tenía respuestas.
Los días siguientes fueron una sucesión de pequeños roces y grandes silencios. Lucía evitaba a Mariana; Ernesto salía temprano y volvía tarde. Los chicos apenas nos dirigían la palabra. Yo intentaba ayudar en lo que podía: cortaba leña, lavaba platos, acompañaba a Lucía al mercado. Pero cada gesto parecía molestarla más.
Una tarde, mientras regresábamos del pueblo con las bolsas del súper, Lucía explotó:
—¿Sabés lo que es quedarse sola con todo esto? ¿Sabés lo que es ver cómo tu familia se va y te deja acá, con una madre enferma y un negocio que se cae a pedazos?
Me detuve en seco. El viento me pegó en la cara como una bofetada.
—Lucía… yo no sabía…
—¡Claro que no sabías! Porque nunca preguntaste. Porque para vos era más fácil irte a la ciudad y olvidarte de todo esto.
Sentí una mezcla de vergüenza y rabia. Quise defenderme, decirle que yo también sufrí cuando mamá enfermó, que mandé plata cuando pude… pero las palabras se me atragantaron.
Esa noche, Mariana y yo discutimos. Ella defendía a su hermana; yo me sentía atacado e incomprendido.
—Siempre fue así —me dijo Mariana entre lágrimas—. Lucía carga con todo y nadie le reconoce nada.
—¿Y yo qué? ¿Acaso no hice nada por tu familia?
El dolor se mezclaba con el orgullo herido. Dormimos dándonos la espalda.
Al día siguiente, decidí hablar con Ernesto. Lo encontré arreglando el techo del galpón.
—¿Te ayudo? —le ofrecí.
Él me miró largo rato antes de asentir. Trabajamos en silencio hasta que no aguanté más:
—¿Por qué tanto enojo? ¿Qué hice mal?
Ernesto dejó el martillo y me miró directo a los ojos:
—No es solo lo que hiciste o dejaste de hacer, Javier. Es lo que todos hicimos: dejar que Lucía se lleve todo el peso sola. Y ahora venís como si nada…
Me sentí pequeño, inútil. Recordé las veces que Lucía me llamó pidiendo ayuda y yo estaba «muy ocupado» para escucharla.
Esa noche, después de cenar, pedí la palabra:
—Sé que no fui el mejor cuñado ni el mejor hermano. Sé que me alejé cuando más me necesitaban. Pero estoy acá ahora porque quiero arreglar las cosas… si ustedes me dejan.
Lucía me miró largo rato antes de hablar:
—No quiero tu lástima ni tu plata, Javier. Solo quiero sentir que no estoy sola.
Nos abrazamos por primera vez en años. Lloramos todos: Mariana, Ernesto, los chicos…
El resto del verano fue distinto. Ayudé en la hostería; Mariana cocinó con Lucía; los chicos nos contaron sus sueños y miedos. No resolvimos todos los problemas, pero aprendimos a escucharnos.
Hoy, meses después de esa visita helada en los Andes, sigo preguntándome: ¿Por qué nos cuesta tanto pedir ayuda? ¿Cuántas veces dejamos solos a quienes más amamos por orgullo o miedo?
¿Y ustedes? ¿Alguna vez sintieron ese frío en su propia familia?