Una semana sin dormir: el día que mi esposo desapareció y mi mundo se quebró
—¿Por qué no contestás el teléfono, Santiago? —grité al vacío, apretando el celular con tanta fuerza que sentí los nudillos crujir. El reloj marcaba las 3:17 de la madrugada y la casa estaba sumida en un silencio tan denso que podía escuchar el leve zumbido del refrigerador. Mi hija, Camila, dormía en su cuarto, ajena al huracán que me arrasaba por dentro.
Esa fue la primera noche sin dormir. Santiago no volvió del trabajo, no llamó, no mandó ni un mensaje. Al principio pensé en un accidente, en un asalto —vivimos en las afueras de Buenos Aires y esas cosas pasan—, pero la policía me miró con lástima cuando fui a hacer la denuncia: “Señora, seguro se fue por voluntad propia. Espere 48 horas”.
Las horas se estiraron como chicle viejo. Mi mamá vino a casa al día siguiente. Entró sin saludar, con esa mirada dura que siempre tuvo para mí desde que era chica.
—Te dije que ese hombre no era para vos —sentenció mientras servía mate como si nada pasara.
—No digas pavadas, má. Santiago no haría esto —le respondí, pero mi voz tembló y ella lo notó.
—Los hombres no aguantan la presión. Mirá cómo estaba últimamente, todo callado, todo metido para adentro. Algo le pasaba.
No quise escucharla. Me aferré a la idea de que Santiago volvería, que todo era un malentendido. Pero los días pasaron y el insomnio se volvió mi única compañía. Camila preguntaba por su papá cada mañana:
—¿Cuándo vuelve papi?
No tenía respuestas. Solo podía abrazarla fuerte y prometerle cosas que ni yo creía.
El tercer día encontré la carta. Estaba escondida entre sus camisas, como si hubiera querido que la hallara tarde o nunca. La letra de Santiago era temblorosa:
“Perdón, Lucía. No puedo más. No sé cómo seguir. No es tu culpa ni la de Cami. Solo estoy cansado de luchar contra todo: el trabajo, las cuentas, las peleas en casa… Siento que me ahogo y no quiero arrastrarlas conmigo.”
Me desplomé en el piso del dormitorio y lloré hasta quedarme sin lágrimas. ¿Cómo no vi las señales? ¿Por qué nunca hablamos de verdad?
Mi mamá irrumpió en la habitación sin golpear:
—¿Qué encontraste?
Le mostré la carta. Ella la leyó en silencio y luego suspiró:
—Te dije que estaba roto por dentro. Hay hombres que no nacieron para ser padres ni esposos.
—¡No digas eso! —le grité—. ¡No sabés nada! ¡Nadie sabe nada!
Ella se encogió de hombros y salió del cuarto. Sentí una rabia sorda contra ella, contra Santiago, contra mí misma por no haber hecho más.
Las noches siguientes fueron una tortura. El insomnio me hacía ver sombras donde no había nada. Cada ruido me hacía saltar de la cama pensando que era él volviendo arrepentido. Pero solo era el viento o el maullido de algún gato callejero.
Empecé a revisar nuestras fotos juntos, buscando pistas en sus ojos cansados, en su sonrisa forzada durante el último cumpleaños de Camila. Recordé las discusiones por dinero, por su trabajo en la fábrica que apenas alcanzaba para pagar el alquiler y la comida. Recordé cómo evitaba hablar de sus problemas, cómo se encerraba en el baño a fumar cuando pensaba que yo no lo veía.
Una tarde, mientras Camila dibujaba en la mesa del comedor, mi mamá volvió a la carga:
—Tenés que ser fuerte por tu hija. No podés darte el lujo de caer ahora.
—¿Y vos cuándo fuiste fuerte por mí? —le disparé sin pensarlo.
Ella se quedó helada. Por primera vez vi un destello de dolor en sus ojos.
—Yo hice lo que pude —susurró—. Tu papá también se fue una noche y nunca volvió.
Me quedé muda. Nunca hablamos de eso en casa; era un secreto a voces, una herida vieja que nadie quería tocar.
Esa noche, después de acostar a Camila, me senté sola en la cocina con una taza de té frío entre las manos. Pensé en todas las mujeres de mi familia: mi abuela criando seis hijos sola en Corrientes después de que el abuelo se fue con otra; mi mamá trabajando doble turno para que yo pudiera terminar la secundaria; ahora yo, sola con Camila, repitiendo una historia que parecía escrita para nosotras.
El teléfono sonó a las dos de la mañana. Era un número desconocido. Contesté temblando:
—¿Hola?
Del otro lado solo escuché respiración entrecortada y luego un sollozo ahogado.
—¿Santiago? —susurré esperanzada.
Pero nadie respondió. Solo silencio y luego la llamada se cortó.
Esa fue la última vez que tuve esperanza real de que volviera.
Los días siguientes fueron una mezcla de rutina y dolor: llevar a Camila al jardín, buscar trabajo extra porque el sueldo ya no alcanzaba, soportar los comentarios maliciosos de los vecinos (“Seguro lo echó”, “Algo habrá hecho ella”). Mi mamá seguía viniendo todos los días, trayendo comida y consejos no pedidos.
Una tarde encontré a Camila hablando sola en su cuarto:
—Papi va a volver porque me prometió llevarme a ver los caballos —le decía a su muñeca.
Me senté a su lado y le acaricié el pelo.
—A veces los papás tienen problemas grandes y necesitan tiempo para arreglarlos —le expliqué con voz suave—. Pero vos siempre vas a tenerme a mí.
Camila me miró con esos ojos enormes y asintió sin entender del todo.
Esa noche soñé con Santiago: estaba parado al borde del río Paraná, mirándome desde lejos con tristeza infinita. Quise correr hacia él pero mis piernas no respondían.
Desperté empapada en sudor y con el corazón hecho trizas.
Hoy hace una semana exacta desde que Santiago desapareció. No sé si algún día volverá ni si podré perdonarlo por irse así. Pero aprendí algo: las mujeres de mi familia siempre seguimos adelante, aunque nos duela el alma.
A veces me pregunto: ¿cuántas familias viven historias como la mía en silencio? ¿Cuántas mujeres cargan solas con el peso de los secretos y las ausencias? ¿De verdad es solo culpa de ellos… o también nuestra por callar tanto tiempo?