Vacaciones en busca de la felicidad: Un verano en Puerto Escondido

—¿Por qué nunca puedes estar contento con nada, Ernesto? —gritó Mariana mientras cerraba de golpe la puerta del baño del pequeño departamento que habíamos alquilado en Puerto Escondido. El eco de su voz se mezcló con el murmullo de las olas y el llanto de mi hija Sofía, que desde la habitación pedía a gritos que la llevara a la playa.

Yo me quedé parado en medio de la sala, con el corazón latiendo fuerte y el sudor pegajoso bajando por mi espalda. Habíamos llegado hacía apenas dos días y ya sentía que las vacaciones que tanto habíamos planeado estaban a punto de convertirse en una pesadilla. Todo había comenzado meses atrás, cuando Mariana insistió en que necesitábamos un descanso, un tiempo lejos del caos de la Ciudad de México. «Vamos a buscar la felicidad juntos, Ernesto. Nos lo merecemos», me decía mientras buscaba fotos de playas en internet.

A mí nunca me convencieron esas imágenes perfectas: familias sonrientes, niños jugando en la arena, parejas abrazadas al atardecer. Sabía que detrás de cada foto había una historia que nadie contaba. Pero acepté porque Sofía, con sus seis años, merecía ver el mar por primera vez. Y porque yo también quería creer que un cambio de aire podría arreglar lo que entre nosotros parecía roto desde hacía tiempo.

El viaje fue largo y agotador. Mariana se quejaba del calor, Sofía lloraba porque le dolían los oídos y yo manejaba en silencio, apretando los dientes cada vez que el auto daba un brinco en los baches interminables de la carretera. Cuando por fin llegamos al departamento —más pequeño y viejo de lo que prometían las fotos— Mariana soltó un suspiro resignado y yo supe que nada sería como lo habíamos soñado.

La primera noche fue un desfile de pequeñas decepciones: el ventilador apenas funcionaba, los mosquitos nos devoraban vivos y la playa estaba llena de algas y basura. Mariana me miró con esos ojos que decían «te lo advertí» y yo sentí una rabia sorda crecerme en el pecho. ¿Por qué siempre tenía que ser así? ¿Por qué nunca podíamos simplemente disfrutar?

A la mañana siguiente, intenté salvar el día. Preparé café y pan dulce, llevé a Sofía a buscar conchitas mientras Mariana dormía. Caminamos por la orilla, ella saltando entre las olas y yo tratando de recordar cómo era sonreír sin esfuerzo. Cuando regresamos, Mariana estaba sentada en la terraza, mirando el celular con el ceño fruncido.

—¿Ya viste esto? —me dijo mostrándome una foto en Instagram—. Mira cómo se ve la playa en Tulum. ¿Por qué no fuimos allá?

No respondí. No podía decirle que no teníamos dinero para Tulum, ni para hoteles de lujo ni para cenas románticas frente al mar. Apenas nos alcanzaba para este departamento y unos tacos en el mercado.

Esa tarde, mientras Sofía dormía la siesta, Mariana y yo discutimos otra vez. Sobre el dinero, sobre mi trabajo, sobre su cansancio, sobre todo lo que no decíamos pero pesaba como una piedra entre nosotros. En un momento, ella rompió a llorar.

—Yo solo quería ser feliz —susurró—. Solo eso.

Me senté a su lado y le tomé la mano. Por un instante sentí ganas de abrazarla, de decirle que todo estaría bien. Pero no pude. Había algo roto entre nosotros que ni el mar ni el sol podían arreglar.

Esa noche salimos a caminar por el malecón. Sofía corría delante de nosotros, recogiendo piedritas y saludando a los vendedores ambulantes. De pronto se detuvo frente a una mujer mayor que vendía pulseras tejidas.

—¿Me compras una para mi mamá? —me pidió con esos ojos grandes y brillantes.

Compré la pulsera y Sofía se la puso a Mariana con una sonrisa tímida. Mariana la abrazó fuerte y por un momento vi en sus ojos un destello de aquella mujer alegre de cuando nos conocimos.

Al día siguiente, decidimos visitar una laguna cercana. Contratamos una lancha y navegamos entre manglares mientras el guía nos contaba historias de cocodrilos y aves migratorias. Sofía escuchaba fascinada y Mariana parecía relajada por primera vez en días.

Pero al regresar al departamento, encontré mi celular lleno de mensajes perdidos de mi madre: «Llámame urgente». Sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Llamé y su voz temblorosa me dio la noticia: mi hermano menor, Javier, había tenido un accidente en moto en Puebla.

El mundo se detuvo. Mariana me miró sin entender y Sofía preguntó si podíamos ir a cenar pescado frito como habíamos prometido. Yo solo quería desaparecer.

Esa noche no dormí. Pensé en Javier, en nuestra infancia juntos, en las veces que lo había dejado solo porque yo tenía «cosas más importantes» que hacer. Pensé en mi padre ausente, en mi madre luchando sola para sacarnos adelante en un barrio donde todos soñaban con irse pero nadie podía hacerlo realmente.

A la mañana siguiente le dije a Mariana que debía regresar a Puebla cuanto antes. Ella no protestó; solo asintió con los ojos rojos por el llanto contenido. Empacamos en silencio mientras Sofía preguntaba por qué las vacaciones terminaban tan pronto.

El viaje de regreso fue aún más largo que el de ida. Mariana me tomó la mano en un gesto silencioso de apoyo y yo sentí una punzada de culpa por todas las veces que no supe estar presente para ella ni para mi familia.

Llegamos a Puebla justo a tiempo para ver a Javier antes de que entrara al quirófano. Mi madre me abrazó fuerte y por primera vez en años lloré sin vergüenza frente a ella.

Esa noche, mientras veía dormir a Sofía junto a su abuela, entendí algo: toda mi vida había estado buscando la felicidad como si fuera un destino lejano, algo que solo podía alcanzarse si todo salía perfecto. Pero la felicidad —esa palabra tan grande y tan frágil— estaba hecha de momentos pequeños: una pulsera tejida por manos cansadas, una caminata al atardecer, un abrazo inesperado después de una pelea.

Javier sobrevivió al accidente, aunque tardó meses en recuperarse. Mariana y yo seguimos juntos, aprendiendo poco a poco a hablar sin gritar y a escuchar sin juzgar. Las vacaciones no fueron lo que esperábamos, pero nos obligaron a mirarnos de frente y a reconocer nuestros miedos y deseos más profundos.

Hoy, cuando veo las fotos borrosas de aquel verano —Sofía riendo con los pies llenos de arena, Mariana mirando el horizonte— me pregunto: ¿cuántas veces buscamos la felicidad afuera cuando lo único que necesitamos es atrevernos a mirar hacia adentro? ¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez que las vacaciones les cambiaron la vida aunque nada saliera como esperaban?