Vecindario de Esperanza: Cómo Mariana me salvó de la soledad

—¿Por qué no me llaman? —me pregunté en voz alta, mientras el reloj marcaba las seis de la tarde y la luz del sol se filtraba tímida por la ventana de mi departamento en Almagro. El silencio era tan pesado que podía escuchar el latido de mi propio corazón, ese que hace años latía fuerte por mis hijos, por mi esposo, por la vida. Ahora, a mis sesenta y ocho años, sólo quedaba yo y el eco de los recuerdos.

Desde que mis hijos, Lucía y Tomás, se fueron a vivir a Córdoba y Rosario, el departamento se volvió un museo de fotos y risas pasadas. Mi esposo, Ernesto, había partido hace cinco años, llevándose consigo la mitad de mi alegría. Mis días eran una sucesión de mates tibios y novelas repetidas en la tele. A veces, me preguntaba si alguien notaría si desapareciera.

Esa tarde, mientras acomodaba una vieja bufanda en el perchero, escuché un golpecito en la puerta. Dudé en abrir; ya casi nadie venía a visitarme. Pero la curiosidad pudo más.

—Hola, ¿vos sos Rosa? —preguntó una mujer joven con el pelo recogido en una trenza desprolija y una sonrisa tan cálida que me hizo olvidar el frío del invierno porteño.

—Sí, soy yo —respondí, intentando sonar animada.

—Soy Mariana, tu nueva vecina del 3B. Mi mamá siempre decía que cuando uno llega a un lugar nuevo tiene que presentarse con algo rico. Así que… —levantó una bandeja cubierta con un repasador— traje empanadas. Son de carne, espero que te gusten.

No recuerdo la última vez que alguien me regaló algo hecho con sus propias manos. Sentí un nudo en la garganta.

—Pasá, por favor —le dije, apartándome para dejarla entrar.

Nos sentamos en la mesa de la cocina. Mariana hablaba con entusiasmo sobre su mudanza desde Salta, su trabajo como maestra y lo difícil que era adaptarse a la ciudad. Yo escuchaba fascinada; hacía tanto que no tenía una conversación así, sin apuro ni obligaciones.

—¿Y vos? ¿Vivís sola? —preguntó de repente.

Sentí vergüenza de mi soledad, como si fuera una mancha imposible de ocultar.

—Sí… desde que mis hijos se fueron y mi esposo falleció. Pero bueno, uno se acostumbra —mentí.

Mariana me miró con ternura.

—No deberías acostumbrarte. La soledad no es buena compañera.

Esa frase me quedó retumbando toda la noche. Al día siguiente, Mariana volvió a tocar mi puerta. Esta vez traía medialunas y ganas de charlar. Así empezó nuestra rutina: mates por la tarde, caminatas cortas por el parque Centenario y charlas sobre todo y nada.

Un sábado lluvioso, mientras compartíamos sopa caliente, Mariana me confesó entre lágrimas que extrañaba a su mamá y que a veces sentía miedo de estar sola en una ciudad tan grande.

—¿Sabés qué? —le dije— Yo también tengo miedo. Miedo de no ser necesaria para nadie. De convertirme en un fantasma en este edificio.

Nos abrazamos largo rato. Por primera vez en años, sentí que alguien realmente me veía.

Pero no todo fue fácil. Mis hijos empezaron a notar mi cambio de ánimo y llamaban menos seguido. Lucía incluso me reprochó:

—¿Ahora tenés tiempo para tu vecina pero no para nosotros?

Me dolió. ¿Acaso no tenía derecho a buscar mi propia felicidad? ¿A reconstruir mi vida?

Una tarde, mientras regábamos las plantas del balcón, Mariana me propuso algo inesperado:

—¿Y si organizamos una merienda para los vecinos? Así nadie más tiene que sentirse solo como nosotras.

La idea me asustó al principio. ¿Quién iba a querer venir? Pero Mariana insistió y juntas preparamos empanadas, torta frita y mate cocido. Para mi sorpresa, vinieron casi todos: Don Alberto del 2A con su guitarra desafinada; Marta del 1C con sus historias interminables; incluso los chicos del 4D trajeron facturas.

Esa tarde el edificio se llenó de risas y música. Por primera vez desde hacía mucho tiempo, sentí que pertenecía a algo más grande que mi propia tristeza.

Con el tiempo, Mariana se convirtió en mi familia elegida. Compartimos secretos, miedos y sueños. Aprendí a usar WhatsApp para mandarle memes y hasta abrí una cuenta de Facebook para ver fotos de sus sobrinos en Salta.

Un día recibí un mensaje inesperado de Lucía:

—Mamá, perdón si fui egoísta. Me alegra verte feliz otra vez.

Lloré como una nena. Entendí que mis hijos siempre serían parte de mí, pero yo también tenía derecho a escribir nuevos capítulos en mi vida.

Hoy miro por la ventana y ya no veo sólo edificios grises; veo un vecindario lleno de historias y posibilidades. Mariana me enseñó que nunca es tarde para empezar de nuevo ni para abrirle la puerta a alguien (y al corazón).

A veces me pregunto: ¿Cuántas vidas pueden cambiar con un simple gesto? ¿Cuántos corazones solitarios esperan al otro lado de una puerta cerrada?