Veinte años de mentiras: El día que descubrí el otro hogar de Mauricio
—¿Aló?— contesté con la voz temblorosa, mientras el arroz hervía y mis hijos gritaban en el fondo. Era una tarde cualquiera en nuestra casa de Medellín, pero esa llamada lo cambió todo.
—¿Señora Camila?— preguntó una voz femenina, desconocida, con un acento paisa tan marcado como el mío. —Disculpe que la moleste, pero… ¿usted es la esposa de Mauricio Restrepo?
Sentí un escalofrío. Nadie llamaba preguntando por Mauricio a esa hora. —Sí, soy yo. ¿Quién habla?
Hubo un silencio largo, incómodo. —Soy Andrea… la mamá de Samuel y Mariana. Yo… yo también soy esposa de Mauricio.
El arroz se quemó, los gritos de mis hijos se apagaron en mi mente y el mundo se detuvo. No recuerdo haber colgado. No recuerdo haber llorado en ese instante. Solo recuerdo mirar la foto de nuestra boda en la pared y sentir que me faltaba el aire.
Mauricio llegó tarde esa noche, como siempre últimamente. Cuando entró, lo miré como si fuera un extraño. —¿Dónde estabas?— pregunté, con una voz que no reconocí.
Él me miró, cansado, con esa sonrisa que antes me tranquilizaba y ahora me revolvía el estómago. —En la oficina, amor. ¿Por qué?
—¿Quién es Andrea?— solté, y vi cómo su rostro se descomponía.
No hubo gritos al principio. Solo un silencio espeso, denso, que llenó cada rincón de la casa. Mauricio se sentó, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar. Nunca lo había visto así.
—Perdóname, Camila… Yo… no sé cómo pasó. Todo se me salió de las manos— balbuceó entre sollozos.
Me contó todo esa noche: veinte años de mentiras, viajes de trabajo que eran visitas a su otra familia en Envigado, cumpleaños dobles, navidades partidas en dos. Andrea sabía de mí desde hacía años, pero él le prometía que algún día dejaría todo por ella. Y yo… yo era la tonta que creía en sus excusas.
Mis hijos dormían mientras mi mundo se desmoronaba. Pensé en mi hija Valeria, en mi hijo Tomás. ¿Cómo les explicaría que su papá tenía otros hijos? ¿Que todo lo que creíamos era una farsa?
Los días siguientes fueron un infierno. Mi mamá vino desde Bello a quedarse conmigo. —Mija, los hombres son así— me decía, pero yo no podía aceptar esa resignación heredada de generaciones de mujeres engañadas y calladas.
En el barrio todos murmuraban. Las amigas del colegio de Valeria le preguntaban si era cierto lo del papá doble. Tomás dejó de hablarme por días; solo lloraba en silencio en su cuarto.
Mauricio intentó quedarse en casa, pero yo no podía ni mirarlo. Una noche le lancé el plato de fríjoles al suelo y le grité: —¡Ve y quédate con tu otra familia! ¡Aquí ya no tienes nada!
Él se fue sin mirar atrás.
Las cuentas del banco empezaron a vaciarse. Andrea también exigía dinero para sus hijos y Mauricio no podía con todo. Me vi obligada a buscar trabajo después de veinte años dedicada al hogar. Conseguí limpiar casas en El Poblado; al principio me moría de vergüenza cuando alguna conocida me veía con el balde y la escoba.
Una tarde, mientras limpiaba el piso de una casa enorme, escuché a dos señoras hablar sobre «la pobre Camila Restrepo». Me escondí en el baño y lloré hasta quedarme sin lágrimas.
Pero también descubrí fuerzas que no sabía que tenía. Mis hijos necesitaban comer, necesitaban verme fuerte. Empecé a estudiar por las noches para terminar el bachillerato y soñé con abrir mi propio negocio algún día.
Un día recibí un mensaje de Andrea: «¿Podemos hablar?» Dudé mucho antes de responderle, pero acepté verla en una cafetería del centro.
Andrea era más joven que yo, pero sus ojos estaban igual de cansados. —Yo tampoco sabía cómo salir de esto— me confesó.—Mauricio nos mintió a las dos.
Hablamos durante horas. Lloramos juntas por los años perdidos, por los sueños rotos y por los hijos que ahora eran hermanos sin saberlo.
Decidimos presentarlos poco a poco. Fue incómodo al principio; Valeria no quería ni mirar a Mariana, y Samuel apenas saludaba a Tomás. Pero con el tiempo empezaron a jugar fútbol juntos en la cancha del barrio y a compartir historias sobre su papá ausente.
Mauricio intentó volver varias veces, pero ya nada era igual. Un día llegó con flores y lágrimas, suplicando perdón. Lo miré a los ojos y le dije:
—No sé si algún día podré perdonarte, Mauricio. Pero ya no te necesito para ser feliz.
Hoy sigo luchando cada día para reconstruir mi vida desde las cenizas. Sigo limpiando casas mientras ahorro para abrir mi propio café. Mis hijos están aprendiendo a sanar sus heridas y yo también.
A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres más viven engañadas por hombres cobardes? ¿Cuándo aprenderemos a valorarnos lo suficiente para no aceptar menos de lo que merecemos?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar? ¿Perdonarían o seguirían adelante solos?