Veinte años de silencio: la historia de Helena y yo
—¿Por qué no me saludas, Lucía? —escuché la voz de Helena, áspera, desde el otro lado del portón oxidado. Era la primera vez en veinte años que me hablaba directamente. El sol del mediodía caía a plomo sobre las baldosas rotas del pasillo común, y sentí cómo el calor me subía por la espalda, mezclándose con una rabia vieja, casi olvidada.
No respondí. Me limité a mirar el suelo, fingiendo buscar las llaves en mi bolso. Pero su pregunta quedó flotando en el aire, pesada como el silencio que habíamos compartido durante dos décadas. ¿Por qué no la saludaba? ¿Por qué ese muro invisible entre nosotras, si alguna vez fuimos casi hermanas?
Recuerdo cuando llegué a este edificio en el barrio San Martín, hace ya más de treinta años. Helena fue la primera en recibirme con un plato de empanadas calientes y una sonrisa franca. Nuestras hijas, Camila y Sofía, crecieron juntas, compartiendo meriendas y secretos en el patio. Éramos inseparables. Hasta que todo cambió.
El detonante fue una fiesta de cumpleaños. Camila cumplía quince años y mi esposo, Julián, había prometido ayudarme con los preparativos. Pero esa tarde, Helena apareció con una botella de ron y una risa demasiado alta. Julián se le unió en la cocina, entre bromas y miradas cómplices. Yo los observaba desde el umbral, sintiendo cómo algo se rompía por dentro. No sé si fue celos o miedo, pero desde ese día empecé a ver a Helena con otros ojos.
Poco después, comenzaron los rumores en el edificio. Que si Julián y Helena se veían a escondidas, que si ella le llevaba comida cuando yo no estaba… Las malas lenguas hicieron su trabajo y yo, herida en mi orgullo, decidí cortar todo contacto. No hubo gritos ni escenas; solo un portazo y veinte años de silencio.
Durante ese tiempo, nuestras hijas intentaron mantener la amistad, pero el peso de nuestro conflicto terminó separándolas también. Camila se fue a estudiar a Buenos Aires y Sofía se casó joven, mudándose al interior. Julián murió hace cinco años de un infarto fulminante. Me quedé sola en este departamento lleno de recuerdos y resentimientos.
A veces escuchaba a Helena reírse con sus nietos al otro lado de la pared. Otras veces la veía llorar en el balcón, mirando las luces de la ciudad como si buscara respuestas en el horizonte. Pero nunca nos hablamos. Ni un saludo en Navidad, ni un gesto en los cumpleaños. Nada.
Hasta hoy.
El grito vino del pasillo: —¡Ayuda! ¡Por favor!— Era la voz de Helena, temblorosa y desesperada. Salí corriendo sin pensarlo. La encontré tirada en el suelo, sujetándose el pecho con una mano y con la otra aferrada al marco de la puerta.
—¡Helena! ¿Qué te pasa?
—No puedo… respirar… —balbuceó.
Sin dudarlo, llamé a emergencias mientras le sostenía la cabeza. Sentí su mano apretando la mía con fuerza, como si quisiera decirme algo más allá del dolor físico.
La ambulancia llegó rápido. Me quedé junto a ella hasta que se la llevaron. Por primera vez en veinte años, sentí miedo de perderla para siempre.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté una y otra vez si había sido justa con ella, si realmente tenía motivos para tanto rencor. Recordé las risas compartidas, los consejos de madrugada, las tardes de mate y confidencias. ¿Había valido la pena perder todo eso por un rumor? ¿Por orgullo?
Al día siguiente fui al hospital con un ramo de flores marchitas —las únicas que encontré en casa— y un nudo en la garganta. Cuando entré a su habitación, Helena me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Perdóname, Lucía —susurró—. Nunca pasó nada con Julián. Solo éramos amigos… Yo también sufrí mucho por todo esto.
Me senté a su lado y lloramos juntas como dos niñas asustadas. Hablamos durante horas, desenterrando viejos dolores y confesando miedos que nunca nos habíamos atrevido a decir en voz alta.
—¿Y nuestras hijas? —preguntó Helena— ¿Crees que puedan perdonarnos también?
No supe qué responderle. Pero esa tarde salimos del hospital tomadas del brazo, decididas a reconstruir lo que el tiempo y el orgullo habían destruido.
Hoy, mientras escribo estas líneas desde mi ventana —la misma desde donde tantas veces la observé en silencio— me pregunto cuántas familias en nuestro país viven separadas por malentendidos o chismes sin fundamento. ¿Cuántas amistades se pierden por no atreverse a hablar?
¿Vale la pena cargar con tanto dolor por tanto tiempo? ¿Cuántos años más estamos dispuestos a perder antes de buscar el perdón?
Quizás sea momento de dejar atrás el orgullo y abrir la puerta al diálogo… ¿Ustedes qué harían en mi lugar?