Veinte años y un adiós: La soledad de Mariana

—¿Así nomás te vas a ir, Javier? —le pregunté, con la voz quebrada, mientras él metía sus camisas en la maleta azul que compramos juntos en el mercado de San Juan hace ya tantos años.

No me miró. Ni siquiera se detuvo a pensar en lo que estaba dejando atrás: veinte años de vida juntos, dos hijos que dormían en la habitación contigua, una casa llena de fotos y recuerdos. Yo, Mariana, la mujer que siempre estuvo ahí para él, ahora era solo un obstáculo en su camino hacia una nueva vida.

Recuerdo el primer día que lo vi. Fue en la fiesta patronal del pueblo, entre risas y música de cumbia. Javier tenía esa sonrisa fácil y los ojos llenos de promesas. Me enamoré sin remedio. Nos casamos jóvenes, como casi todos aquí en Veracruz. Al principio todo era sencillo: él trabajaba en la cooperativa pesquera y yo vendía tamales en la esquina para ayudar con los gastos. No teníamos mucho, pero nos bastaba.

Con los años llegaron los hijos: primero Valeria y luego Emiliano. La casa se llenó de risas, gritos y el olor a pan dulce por las tardes. Yo me convertí en el centro de todo: madre, esposa, administradora del hogar. Javier empezó a quedarse más tiempo fuera; primero por trabajo, luego por «amigos» y finalmente por ella: Lucía.

La primera vez que escuché su nombre fue por accidente. Javier hablaba por teléfono en el patio y yo, sin querer, escuché cómo le decía: «No te preocupes, Lucía, pronto todo se arreglará». Sentí un frío recorrerme el cuerpo. Quise pensar que era una compañera de trabajo, pero mi corazón ya sabía la verdad.

—¿Por qué no me lo dijiste antes? —le pregunté una noche, cuando por fin reuní el valor para enfrentar lo que ya era evidente.

—No quería hacerte daño —me respondió sin mirarme a los ojos.

—¿Y crees que esto no duele? —le grité, mientras las lágrimas me corrían por las mejillas.

En nuestro pueblo todos se enteran de todo. Las miradas en la tienda, los susurros en la iglesia, las amigas que dejan de llamarte porque no saben qué decirte. Mi mamá me decía: «Mija, aguanta. Así son los hombres. Tú tienes que ser fuerte por tus hijos». Pero yo ya no podía más.

Las noches se hicieron eternas. Me acostaba en la cama vacía y repasaba cada momento juntos: las peleas por dinero, las reconciliaciones bajo las sábanas, los cumpleaños olvidados y los aniversarios improvisados con café y pan dulce. ¿En qué momento dejamos de ser nosotros?

Valeria me preguntó una tarde:

—¿Mamá, papá ya no va a volver?

No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle a una niña de quince años que el amor a veces se acaba? ¿Que uno puede darlo todo y aún así no ser suficiente?

Emiliano, más pequeño, se aferró a mí como si tuviera miedo de que yo también desapareciera. Me abrazaba fuerte por las noches y me decía:

—No llores, mami. Yo te cuido.

Pero yo necesitaba que alguien me cuidara a mí.

Un día decidí ir a buscar a Javier al puerto. Lo vi riendo con Lucía, como si nada le pesara en el alma. Sentí rabia, celos y tristeza al mismo tiempo. Me acerqué y le dije:

—¿Eso era lo que buscabas? ¿Una vida sin responsabilidades?

Él solo bajó la mirada y murmuró:

—Lo siento, Mariana.

Volví a casa con el corazón hecho trizas. Mi hermana Rosa vino a verme esa noche. Se sentó conmigo en la cocina y me sirvió un café caliente.

—No eres la primera ni serás la última —me dijo—. Pero tampoco tienes que quedarte así para siempre.

Sus palabras me hicieron pensar. ¿Por qué nos enseñan a aguantarlo todo? ¿Por qué el peso del fracaso siempre recae sobre nosotras?

Pasaron los meses. Aprendí a vivir sola, aunque la soledad dolía más que cualquier herida física. Empecé a trabajar limpiando casas en el pueblo vecino para sacar adelante a mis hijos. Algunos días sentía que no podía más; otros días encontraba fuerzas donde no sabía que existían.

Un domingo cualquiera, mientras barría el patio, Valeria se acercó y me abrazó fuerte.

—Te admiro mucho, mamá —me dijo—. Eres la mujer más valiente que conozco.

Lloré como hacía tiempo no lo hacía. No por tristeza, sino porque entendí que mi vida no se había terminado con la partida de Javier. Que aún tenía mucho por dar y recibir.

A veces lo veo pasar por la calle con Lucía y su nueva familia. Ya no siento rabia ni celos; solo una nostalgia suave por lo que fue y ya no es. Mis hijos han crecido fuertes y nobles. Yo he aprendido a quererme un poco más cada día.

Hoy miro hacia atrás y me pregunto: ¿En qué momento dejamos de vernos? ¿Cuándo fue que el amor se convirtió en costumbre? Tal vez nunca tenga todas las respuestas, pero sé que merezco ser feliz.

¿Y ustedes? ¿Han sentido alguna vez esa soledad profunda aunque estén acompañadas? ¿Qué harían si tuvieran que empezar de nuevo después de perderlo todo?