Veinticinco años y un mensaje: la grieta invisible
—¿Por qué tienes esa cara, mamá? —me preguntó Camila mientras yo, con las manos temblorosas, intentaba servirle café en la mesa de la cocina.
No supe qué responderle. La noche anterior había encontrado en el celular de Julián unos mensajes que no me dejaban dormir. Veinticinco años juntos, Camila, nuestra hija, ya adulta, y yo creyendo que nada podía sorprenderme después de todo lo que habíamos pasado: la construcción de nuestra casa en las afueras de Medellín, los años duros cuando Julián perdió el trabajo en la fábrica, la enfermedad de mi papá y hasta el pequeño negocio de arepas que levantamos juntos para salir adelante. Pero ahí estaba yo, con el corazón hecho trizas por unas palabras escritas en una pantalla.
«Te extraño. Ojalá pudieras quedarte más tiempo conmigo», decía uno de los mensajes. El contacto guardado como «Luz». No era un nombre extraño, pero tampoco era una amiga que yo conociera.
Esa mañana, mientras Julián se duchaba, sentí que el aire se volvía más pesado en la casa. Camila me miraba con preocupación y yo solo atiné a decirle:
—Nada, hija. Solo no dormí bien.
Pero mi voz sonaba hueca, como si no fuera mía. Cuando Julián salió del baño, lo miré diferente. Él notó mi distancia y trató de acercarse, pero yo me alejé con una excusa cualquiera. El desayuno fue un silencio incómodo, interrumpido solo por el ruido de los cubiertos.
Esa tarde, cuando Camila se fue a la universidad, me armé de valor y enfrenté a Julián. No grité. No lloré. Solo le mostré el celular y le pregunté:
—¿Quién es Luz?
Él se quedó helado. Vi en sus ojos ese miedo que uno solo siente cuando sabe que ya no hay vuelta atrás. Tardó unos segundos en responderme:
—Es solo una amiga del trabajo…
—¿Una amiga? —le interrumpí—. ¿Una amiga a la que le dices que la extrañas? ¿A la que le pides que se quede contigo?
Julián bajó la mirada. Por un momento pensé que iba a negarlo todo, pero entonces suspiró y se sentó frente a mí.
—No es lo que piensas, Laura. No hemos hecho nada… Solo hablamos. Me siento solo desde hace tiempo y ella me escucha.
Sentí un nudo en la garganta. ¿Soledad? ¿Después de veinticinco años juntos? ¿Después de todo lo que habíamos pasado?
—¿Y yo? —le pregunté casi en un susurro—. ¿No estoy aquí? ¿No te escucho?
Julián se cubrió el rostro con las manos. Por primera vez en mucho tiempo lo vi vulnerable, como aquel joven que conocí en la universidad, lleno de sueños y miedos.
—No sé en qué momento dejamos de hablarnos —dijo—. Todo se volvió rutina: el trabajo, las cuentas, la casa… Siento que ya no te importo.
Me dolió escucharlo, pero también entendí algo: no era solo su traición, era la nuestra. Habíamos dejado de mirarnos, de preguntarnos cómo estábamos realmente. Nos habíamos perdido entre los problemas cotidianos y las responsabilidades.
Los días siguientes fueron un infierno silencioso. Camila notó el ambiente tenso y trató de mediar:
—Mamá, papá… ¿Por qué no hablan? No pueden tirar todo por la borda ahora.
Pero hablar era lo más difícil. Cada vez que intentábamos acercarnos, terminábamos discutiendo por cosas pequeñas: quién olvidó pagar la luz, quién dejó los platos sucios, quién no llamó al plomero para arreglar la gotera del baño.
Una noche, después de una discusión especialmente amarga, Julián salió dando un portazo. Me quedé sola en la sala, mirando las fotos familiares colgadas en la pared: Camila con su uniforme escolar, nosotros abrazados en la playa de Santa Marta hace años… ¿Dónde quedó esa felicidad?
Al día siguiente recibí un mensaje de Luz. Sí, ella misma:
«Laura, sé que esto es difícil para ti. No quiero hacer daño a tu familia. Julián necesita ayuda y creo que tú eres la única que puede dársela».
Sentí rabia y vergüenza al mismo tiempo. ¿Quién era ella para decirme eso? Pero también sentí miedo: miedo a perderlo todo, miedo a enfrentarme a una soledad aún más grande.
Esa noche esperé a Julián despierta. Cuando llegó, cansado y con ojeras profundas, le pedí que habláramos sin reproches.
—¿Todavía quieres estar conmigo? —le pregunté—. ¿O prefieres irte con ella?
Julián se sentó a mi lado y tomó mi mano con fuerza.
—No quiero perderte —me dijo—. Pero tampoco quiero seguir viviendo como si nada pasara.
Lloramos juntos por primera vez en años. Hablamos hasta el amanecer: de nuestros miedos, de lo solos que nos sentíamos aun estando juntos, de cómo nos habíamos convertido en extraños bajo el mismo techo.
Decidimos buscar ayuda profesional. No fue fácil; en nuestro barrio nadie habla de terapia como algo normal. «Eso es para gringos», decían las vecinas chismosas cuando me vieron salir del consultorio psicológico del centro comunitario. Pero yo ya no tenía vergüenza: prefería luchar por mi familia antes que dejarla desmoronarse sin hacer nada.
Poco a poco fuimos reconstruyendo la confianza. No fue mágico ni inmediato. Hubo días en los que quise rendirme y otros en los que sentí esperanza al ver a Julián esforzarse por cambiar.
Camila también participó en algunas sesiones familiares. Descubrimos heridas viejas: resentimientos guardados desde hacía años, palabras no dichas por miedo o costumbre.
Hoy no puedo decir que todo está resuelto ni que somos la pareja perfecta. Pero sí puedo decir que aprendimos a mirarnos otra vez, a preguntarnos cómo estamos realmente y a no dar por sentado el amor ni la compañía.
A veces me pregunto si todas las parejas pasan por esto y cuántas logran salir adelante después de una traición así. ¿Vale la pena luchar por lo construido o es mejor empezar de nuevo? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?