“Vende tu casa para que compremos una nueva”, dijo el esposo de mi hija: Entre el amor, la familia y la traición
—¿Por qué no vendes la casa, Marta? Así podríamos comprar una nueva y empezar de cero —me dijo Julián, el esposo de mi hija, sin mirarme a los ojos, mientras revolvía su café en la mesa del comedor donde tantas veces celebramos cumpleaños y lloramos despedidas.
Sentí que el aire se volvía más denso. Mi hija Camila, sentada a su lado, evitaba mi mirada. En ese instante, supe que algo se había roto entre nosotras. La casa donde estábamos sentados no era solo paredes y techo; era el lugar donde vi dar sus primeros pasos, donde mi difunto esposo plantó el limonero del patio, donde sobrevivimos a la crisis del 2001 comiendo arroz con huevo y riendo para no llorar.
—¿Y por qué tendría que venderla? —pregunté, con la voz temblorosa pero firme—. Esta casa es todo lo que tengo.
Julián suspiró, como si yo fuera una carga. —Es que aquí no me siento cómodo. Todo sigue igual desde que llegué. No puedo poner un cuadro, ni cambiar una cortina. No es mi casa, Marta.
Camila apretó su mano bajo la mesa. —Mamá, queremos formar una familia. Un lugar nuestro…
Pero yo sabía que Julián nunca había levantado un dedo para arreglar nada. Ni siquiera había pintado la reja oxidada que tanto le molestaba. Siempre decía que no valía la pena invertir en algo que no era suyo. Y ahora quería que yo vendiera mi refugio para comprarle una casa nueva.
Esa noche no pude dormir. Caminé por el pasillo oscuro, tocando las fotos colgadas en la pared: Camila con su uniforme de primaria, mi esposo abrazándonos en Navidad, mi madre sentada en el sillón azul. ¿Cómo podía desprenderme de todo eso?
Al día siguiente, Camila vino sola. Se sentó en la cama y me miró con los ojos llenos de lágrimas.
—Mamá, por favor… Julián dice que si no vendemos la casa, nunca vamos a poder avanzar. Yo quiero tener hijos, pero él no quiere traerlos aquí.
Sentí rabia y tristeza al mismo tiempo. —¿Y tú qué quieres, hija? ¿De verdad crees que una casa nueva va a arreglar lo que tienen?
Ella bajó la cabeza. —No lo sé… Solo quiero que estemos bien.
Los días pasaron y la presión aumentó. Mi hermana Lucía me llamaba desde Mendoza: “No seas tonta, Marta. Ese hombre solo piensa en él”. Mi vecina Rosa me traía sopa y consejos: “No vendas nada, querida. Después te dejan sola”.
Pero también escuchaba otras voces: “Dale una oportunidad a tu hija”, “No seas egoísta”, “Las casas se pueden reemplazar”.
Una tarde, Julián llegó con un agente inmobiliario sin avisar. —Solo para tasar —dijo—. No te compromete a nada.
Me sentí invadida. El hombre recorrió cada rincón con ojos fríos y calculadores. “Esta casa tiene potencial”, murmuró, como si hablara de un terreno baldío.
Esa noche discutí con Camila como nunca antes.
—¡No puedo creer que hayas traído a ese hombre aquí sin preguntarme! —grité.
—¡Mamá, basta! ¡Siempre piensas en ti! ¡Nunca me dejas crecer!
—¿Crecer es dejarme sin nada? ¿Eso te enseñé?
Camila lloró desconsolada. Yo también. Nos abrazamos fuerte, pero sentí que algo se desmoronaba entre nosotras.
En el barrio empezaron los rumores: “Marta va a vender”, “La hija se va a ir lejos”, “El yerno quiere todo fácil”. Me dolía escuchar esas palabras en la verdulería o en la cola del banco.
Una noche escuché a Julián hablando por teléfono en el patio:
—Sí, vieja… Si Marta vende, nos alcanza para la entrada del departamento en Palermo. No, no creo que quiera quedarse con nosotros…
Me temblaron las piernas. ¿Ya estaban planeando mi futuro sin mí?
Al día siguiente enfrenté a Julián.
—¿Qué pasa si vendo la casa? ¿Dónde voy yo?
Él se encogió de hombros. —Podrías alquilar algo chico… O irte con Lucía a Mendoza…
—¿Y ustedes? —pregunté con amargura.
—Nosotros necesitamos nuestro espacio —dijo sin titubear.
Me sentí invisible. Como si mi vida ya no importara.
Esa noche hablé con Camila hasta el amanecer. Le conté cómo construimos esa casa con su papá, cómo cada ladrillo tenía una historia. Le pregunté si realmente creía que una casa nueva iba a llenar los vacíos de su matrimonio.
Ella lloró en silencio y me abrazó fuerte.
—Perdón, mamá… No quiero perderte ni perderme yo.
Al final decidí no vender. Preferí quedarme con mis recuerdos y mi dignidad antes que sacrificarlo todo por alguien que nunca quiso construir conmigo ni con Camila.
Camila y Julián se mudaron a un departamento alquilado lejos del barrio. Nuestra relación quedó herida, pero poco a poco volvimos a hablarnos. A veces viene sola a tomar mate bajo el limonero del patio y me cuenta sus dudas y sus miedos.
Hoy miro mi casa y sé que hice lo correcto para mí. Pero me pregunto: ¿Hasta dónde debemos ceder por nuestros hijos? ¿Cuándo el amor propio debe pesar más que el sacrificio?
¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?