Verde de Celos: El Día que Volví a Encontrar a Lucía
—¿Así que ahora sí eres feliz, Lucía? —escupí las palabras mientras la puerta de la nevera retumbaba al cerrarse, haciendo temblar hasta el último yogur en el estante. Un imán con la foto de nuestro hijo, Tomás, cayó al suelo con un golpe seco. Ella estaba ahí, frente a mí, con los puños apretados y la mirada fija, tan fría como el hielo que se derretía en mi vaso.
—¿Eso es lo que quieres saber, o solo quieres pelear? —me respondió, la voz temblorosa pero desafiante. Su barbilla levantada era un muro que yo ya conocía demasiado bien.
No sé en qué momento me convertí en este hombre. Antes era el que le escribía poemas en servilletas de cafetería, el que le prometía el mundo aunque solo pudiera ofrecerle un departamento pequeño en el centro de Medellín. Pero ahora, después de dos años separados y un divorcio que nos dejó a ambos rotos, solo quedaba este silencio espeso y los reproches que nunca terminan.
Lucía había venido a buscar unos papeles para el colegio de Tomás. Nada más. Pero verla entrar con ese vestido azul —el mismo que usó en nuestro aniversario hace cinco años— me hizo sentir como si el tiempo se hubiera burlado de mí. Y cuando vi el mensaje en su celular, ese «Nos vemos luego, hermosa» de alguien llamado Julián, sentí que algo dentro de mí se partía.
—¿Quién es Julián? —pregunté, sin poder evitar que mi voz sonara como un gruñido.
Ella soltó una risa amarga.
—¿De verdad vamos a hacer esto otra vez, Marcos? ¿No te cansas?
—Solo dime quién es.
—Alguien que me escucha. Alguien que no me juzga cada vez que respiro.
Sentí una punzada en el pecho. No era solo celos; era miedo. Miedo a que ella encontrara en otro lo que yo nunca supe darle. Miedo a perderla del todo, aunque ya no fuera mía.
—¿Y Tomás? ¿Él sabe que sales con alguien?
Lucía me miró como si yo fuera un niño caprichoso.
—Tomás necesita una madre feliz. Y yo necesito dejar de sentirme culpable por buscar mi felicidad.
La rabia me nubló la vista. Recordé todas las veces que llegué tarde por el trabajo, las discusiones por dinero, las noches en que ella lloraba en silencio mientras yo fingía dormir. Recordé cómo nos fuimos apagando poco a poco, hasta que solo quedaba la costumbre y el miedo al qué dirán.
—¿Y yo? ¿Alguna vez pensaste en cómo me siento yo?
—¡Siempre pensé en ti! —gritó ella, y por un momento vi a la Lucía de antes, la que reía con ganas y bailaba cumbia en la sala mientras Tomás nos miraba desde el sofá—. Pero tú nunca pensaste en mí. Siempre era tu trabajo, tus amigos, tus problemas. Yo solo era la sombra detrás de tus éxitos.
El silencio cayó como una losa. Afuera, los vendedores ambulantes gritaban sus ofertas y una moto pasó rugiendo por la calle. Dentro de la cocina, solo quedábamos nosotros y los restos de una vida juntos.
Me senté en la silla, derrotado. Lucía recogió el imán del suelo y lo puso sobre la mesa. Lo miró un segundo antes de hablar:
—No vine a pelear, Marcos. Solo quiero que firmes estos papeles para Tomás. No quiero seguir viviendo así, con miedo a tus celos o tus reproches. Quiero paz para los dos.
Vi sus manos temblar mientras sacaba los documentos de su bolso. Por primera vez en mucho tiempo, noté las ojeras bajo sus ojos, las pequeñas arrugas en la comisura de sus labios. No era la mujer perfecta que mi memoria había idealizado; era una mujer cansada, herida, pero decidida a seguir adelante.
—¿Y si te vas y después Tomás me odia? —pregunté casi en un susurro.
Lucía se acercó y me puso una mano en el hombro.
—Tomás te ama. Pero necesita vernos bien, aunque sea por separado. No podemos seguir fingiendo que todo está bien cuando no lo está.
Las lágrimas me ardieron en los ojos. Pensé en mi propio padre, cómo se fue una noche sin decir adiós y nunca volvió. Juré no repetir su historia, pero aquí estaba yo, repitiendo los mismos errores.
—¿Y si no sé cómo ser padre solo?
Ella sonrió triste.
—Nadie sabe al principio. Pero lo aprenderás. Por Tomás… y por ti mismo.
Firmé los papeles con manos temblorosas. Cuando terminé, Lucía guardó todo en su bolso y se quedó mirándome unos segundos más.
—Cuídate, Marcos —dijo antes de salir.
La puerta se cerró suavemente tras ella. El eco de sus pasos se perdió en el pasillo y yo me quedé ahí, rodeado de recuerdos y del olor a café frío.
Esa noche no pude dormir. Me levanté varias veces para mirar la foto de Tomás pegada con el imán torcido en la nevera. Pensé en llamarla, pedirle perdón por todo lo que no supe decirle cuando aún estábamos juntos. Pero no lo hice.
En vez de eso, fui al cuarto de Tomás y lo vi dormir abrazado a su peluche favorito. Me senté a su lado y le acaricié el cabello. Me prometí ser mejor padre, aunque no supiera cómo empezar.
Ahora entiendo que los celos no son amor; son miedo disfrazado de orgullo. Y ese miedo casi me hace perder lo más importante: mi familia, aunque ya no sea como antes.
¿Será posible sanar después de tanto daño? ¿O estamos condenados a repetir los errores de quienes vinieron antes que nosotros?