Verde de Envidia: Mi Lucha con el Favoritismo de Mi Padrastro en la Boda de Mi Hermana
—¿Por qué siempre tiene que ser ella? —me pregunté mientras veía a Ernesto abrazar a Camila, mi hermana menor, en medio del bullicio de la fiesta de compromiso. El salón estaba adornado con flores blancas y luces cálidas, pero yo solo sentía frío por dentro. Mamá reía con los invitados, y yo, pegada a una esquina, apretaba la copa de vino como si fuera un salvavidas.
Ernesto llegó a nuestras vidas cuando yo tenía apenas tres años. Mi papá biológico, ese fantasma del que solo quedaban fotos borrosas y promesas rotas, se había ido sin mirar atrás. Ernesto me enseñó a andar en bicicleta, me curó las rodillas raspadas y fue el primero en llamarme “mi niña”. Yo le decía “papá” sin saber que no lo era. Cuando tenía doce años, mamá me contó la verdad. Lloré esa noche, pero al día siguiente seguí llamándolo papá. ¿Qué importaba la sangre si él había estado ahí?
Pero ahora, con Camila a punto de casarse, todo cambió. Ernesto no podía ocultar su orgullo. “Mi princesa se casa”, repetía ante todos, mientras me lanzaba una sonrisa rápida y volvía a centrar su atención en ella. Yo era la mayor, la responsable, la que nunca causaba problemas. Camila era la chispa, la que reía fuerte y lloraba más fuerte aún. Siempre supe que ella era su favorita, pero verlo tan claro dolía como una herida abierta.
—¿Te pasa algo, Lucía? —preguntó mamá acercándose con una bandeja de bocadillos.
—Nada, solo estoy cansada —mentí.
—No te pongas así justo hoy —me susurró—. Es un día especial para tu hermana.
Me mordí la lengua para no responderle que para mí nunca había días especiales. Que yo también necesitaba sentirme importante alguna vez.
Las semanas siguientes fueron un desfile de preparativos. Camila y mamá iban juntas a elegir el vestido; Ernesto las acompañaba y pagaba todo con una sonrisa orgullosa. Yo solo recibía mensajes: “¿Puedes encargarte de las invitaciones?”, “Lucía, ¿puedes hablar con el DJ?”. Era la asistente invisible de la boda perfecta.
Una tarde, mientras revisaba la lista de invitados en el comedor, escuché risas desde la sala. Me asomé y vi a Ernesto y Camila viendo fotos antiguas.
—¿Te acuerdas cuando fuimos a Cancún? —decía Camila entre carcajadas.
—¡Claro! Ese viaje fue solo para ti —respondió Ernesto.
Me quedé helada. Yo nunca fui a Cancún. Nunca hubo un viaje especial solo para mí.
Esa noche no pude dormir. Me pregunté si alguna vez Ernesto me había querido igual que a Camila o si siempre fui solo “la hija de su esposa”. Recordé todas las veces que me esforcé por ser buena hija: las notas altas, los trofeos de natación, las noches cuidando a Camila cuando estaba enferma. ¿Por qué nunca era suficiente?
El día de la boda llegó rápido. El salón estaba lleno de flores y música suave. Camila brillaba en su vestido blanco; Ernesto no dejaba de llorar de emoción. Yo llevaba un vestido azul pálido y una sonrisa ensayada.
Durante la ceremonia, Ernesto tomó el micrófono para dar un discurso:
—Camila, eres mi mayor orgullo. Desde que llegaste a mi vida supe que eras especial…
Sentí un nudo en la garganta. Ni una sola palabra para mí. Ni una mención a mi nombre.
Después del brindis, salí al jardín para respirar. El aire fresco no calmó mi pecho apretado.
—¿Estás bien? —preguntó mi primo Diego acercándose.
—No lo sé —respondí con voz temblorosa—. Siento que no pertenezco aquí.
Diego me abrazó y me susurró:
—Tú vales mucho más de lo que crees, Lucía. No necesitas el reconocimiento de nadie para saberlo.
Pero sus palabras no llenaron el vacío.
Al final de la noche, mientras todos bailaban y reían, vi a Ernesto sentado solo en una mesa. Me acerqué decidida a hablar con él por primera vez sobre lo que sentía.
—Papá…
Él levantó la vista sorprendido.
—¿Sí, hija?
—¿Alguna vez te has dado cuenta de cómo me siento? —le pregunté con voz baja pero firme—. Siempre he estado aquí, esforzándome por ser parte de esta familia… pero siento que nunca soy suficiente para ti.
Ernesto guardó silencio unos segundos eternos antes de responder:
—Lucía… yo… No sabía que te sentías así. Siempre pensé que eras fuerte, que no necesitabas tanto como Camila…
—Todos necesitamos sentirnos amados —le interrumpí—. Incluso los fuertes.
Él bajó la mirada y suspiró:
—Perdóname si alguna vez te hice sentir menos importante. No era mi intención…
No supe qué decirle. Me alejé con lágrimas en los ojos, sabiendo que algunas heridas no se cierran con disculpas tardías.
Hoy escribo esto desde mi pequeño departamento en Buenos Aires. La boda quedó atrás, pero el dolor sigue ahí, como una sombra silenciosa. A veces me pregunto si algún día podré dejar de sentir esta envidia amarga o si aprenderé a quererme lo suficiente sin buscar el amor de quien nunca supo dármelo del todo.
¿Alguna vez han sentido que no pertenecen ni siquiera en su propia familia? ¿Qué harían ustedes si estuvieran en mi lugar?