Vergüenza ajena: La historia de Zulema Torres

—¡Me das vergüenza, Zulema! ¿No te das cuenta de cómo te mira la gente? —La voz de mi madre retumbó en el pequeño comedor, rebotando en las paredes descascaradas del departamento en el centro de Guadalajara. Yo tenía 32 años y, según ella, ya había desperdiciado mi vida.

Me quedé parada, con las llaves del apartamento en la mano y el uniforme de la cafetería aún puesto. El olor a café y pan dulce se mezclaba con el aroma agrio de la sopa que mi madre había dejado enfriar. Mi hermana menor, Mariana, me miraba desde la mesa, con esa mezcla de lástima y superioridad que tanto detestaba.

—No todos nacimos para casarnos a los 25, mamá —dije, intentando que mi voz no temblara. Pero tembló. Siempre temblaba cuando se trataba de ella.

Mi madre suspiró, se secó las manos en el delantal y me miró como si yo fuera una mancha imposible de quitar. —¿Y para qué naciste tú entonces? ¿Para andar sirviendo café a desconocidos? ¿Para llegar sola cada noche a este cuchitril?

No respondí. No podía. Porque en el fondo, una parte de mí se lo preguntaba también.

Desde que terminé la prepa, trabajé sin descanso. Primero en una tienda de abarrotes, luego como recepcionista en una clínica dental, y desde hace tres años en la cafetería «El Rincón de Don Pancho». Ahorré cada peso que pude para comprarme este departamento diminuto, porque no quería depender de nadie. Pero en mi familia, la independencia femenina no era motivo de orgullo.

Mi padre murió cuando yo tenía 15 años. Desde entonces, mi madre se aferró a la idea de que sus hijas debían encontrar un hombre que las protegiera. Mariana lo hizo: se casó con un contador y ya tenía dos hijos. Yo… yo preferí la soledad a un matrimonio sin amor.

Pero cada vez que llegaba a casa y veía los ojos tristes de mi madre, sentía que le debía algo. Como si mi felicidad estuviera condicionada a su aprobación.

Una noche, después de otro turno doble, llegué a casa y encontré a Mariana llorando en el balcón. Me senté a su lado y le ofrecí un cigarro. Ella lo aceptó sin decir palabra.

—¿Qué te pasa? —pregunté.

—Mamá dice que soy una inútil porque no sé cocinar como tú —respondió entre sollozos.

Me reí, pero era una risa amarga. —Parece que nunca estamos a la altura, ¿verdad?

Mariana asintió y por primera vez sentí que éramos aliadas, no rivales.

Los días pasaban y la presión aumentaba. En la cafetería, Don Pancho me ofreció un ascenso: podría ser encargada del turno matutino. Más dinero, más responsabilidades… y menos tiempo para mi familia.

Cuando le conté a mi madre, su reacción fue predecible:

—¿Y eso para qué te sirve? ¿Vas a ser solterona toda la vida? ¿No ves que ya se te fue el tren?

Esa noche lloré en silencio. No por mí, sino por ella. Por su miedo a la soledad, por sus sueños rotos, por su incapacidad de ver que yo también tenía miedo.

Un domingo, durante la comida familiar, mi tío Rogelio soltó el comentario que todos esperaban:

—Zulema, ¿y tú para cuándo? Ya hasta Mariana tiene familia…

Mi madre bajó la mirada. Mariana me apretó la mano debajo de la mesa.

Respiré hondo y respondí:

—Para cuando yo decida. No necesito un hombre para sentirme completa.

El silencio fue absoluto. Sentí el peso de todas las miradas sobre mí, como si fuera un bicho raro.

Esa noche soñé con mi padre. Me decía que estaba orgulloso de mí, que siguiera luchando por mis sueños. Me desperté llorando y con una determinación nueva.

Empecé a ahorrar aún más. Tomé cursos en línea sobre administración y poco a poco fui ganando confianza. Don Pancho me dejó encargarme del negocio cuando él salía al médico. Los clientes me saludaban por mi nombre y algunos hasta me pedían consejos.

Pero en casa nada cambiaba. Mi madre seguía repitiendo las mismas frases:

—Me da vergüenza que mis amigas pregunten por ti…
—¿Por qué no eres como tu hermana?
—¿No te gustaría tener hijos?

Un día exploté:

—¡Basta! ¡No soy menos mujer por no tener esposo ni hijos! ¡Estoy cansada de cargar con tu vergüenza!

Mi madre lloró como nunca antes la había visto llorar. Mariana me abrazó y juntas intentamos consolarla.

Pasaron los meses y aprendimos a convivir con nuestras diferencias. Mi madre nunca dejó de soñar con verme vestida de blanco, pero poco a poco empezó a valorar mis logros.

Un viernes cualquiera, mientras cenábamos juntas, me dijo:

—Tal vez no entiendo tu vida, Zulema… pero eres valiente. Y eso también es motivo de orgullo.

Lloré otra vez, pero esta vez fue distinto. Sentí que por fin podía respirar.

Hoy sigo trabajando en la cafetería y sigo sola… pero ya no me siento incompleta. Aprendí que la vergüenza ajena solo tiene poder si uno se lo permite.

A veces me pregunto: ¿Cuántas mujeres como yo viven bajo el peso de las expectativas familiares? ¿Cuándo aprenderemos a vivir para nosotras mismas y no para los demás?