¡Vete de mi casa, Lucía! — Un grito que cambió mi vida
—¡Lucía, ya basta! ¡No aguanto más! —grité, con la voz quebrada, mientras los gritos de sus hijos rebotaban en las paredes de mi pequeño apartamento. Era un miércoles cualquiera en Medellín, pero para mí, ese día marcó el límite de mi paciencia.
Mi nombre es Camilo Restrepo, tengo cuarenta años y hasta hace seis meses vivía solo en un apartamento de dos habitaciones en el centro. Trabajaba como contador en una empresa de repuestos automotrices y, aunque mi vida era sencilla, disfrutaba de la tranquilidad: el café por las mañanas, la radio sonando bajito y la vista del cerro Nutibara desde mi ventana. Pero todo cambió cuando Lucía, mi hermana menor, llegó una noche con sus dos hijos, Valentina y Samuel, llorando y con las maletas rotas.
—Camilo, por favor… no tengo a dónde ir —me suplicó Lucía, los ojos hinchados de tanto llorar—. Andrés me echó de la casa. No tengo trabajo ni plata.
No podía decirle que no. Somos familia, ¿cierto? Así me enseñó mi mamá antes de morir: «Los hermanos están para apoyarse». Pero nadie me advirtió que ese apoyo podía convertirse en una prisión.
Al principio, pensé que sería temporal. Unas semanas mientras Lucía encontraba trabajo y un lugar donde vivir. Pero los días se volvieron semanas, y las semanas meses. Mi apartamento se llenó de juguetes rotos, ropa sucia y discusiones constantes. Valentina, de ocho años, lloraba por cualquier cosa; Samuel, de cinco, rompía todo lo que encontraba. Yo llegaba del trabajo y encontraba la cocina hecha un desastre, la nevera vacía y a Lucía tirada en el sofá viendo novelas.
—¿Buscaste trabajo hoy? —le preguntaba cada noche.
—Sí… pero está difícil —me respondía sin mirarme a los ojos.
Empecé a sentirme invisible en mi propia casa. Mis cosas desaparecían: mi taza favorita rota, mis camisas manchadas con jugo, mis ahorros gastados en comida para cuatro. Una noche llegué tarde y encontré a Lucía llorando en la cocina.
—Camilo… no sé qué hacer. Andrés no me contesta el teléfono. No tengo a nadie más —me dijo entre sollozos.
Me sentí culpable por pensar que era una carga. Pero ¿y yo? ¿Quién pensaba en mí? Mis amigos dejaron de invitarme a salir porque siempre tenía que cuidar a los niños o porque estaba demasiado cansado para socializar. Mi jefe empezó a notar mi bajo rendimiento.
—Camilo, ¿todo bien en casa? —me preguntó un día Don Álvaro—. Te veo distraído.
No supe qué responderle. ¿Cómo explicarle que mi vida se había convertido en un caos por culpa de la familia?
Las peleas con Lucía se hicieron más frecuentes. Una noche exploté:
—¡Lucía! ¡Esto no puede seguir así! ¡Tienes que buscar una solución! ¡Esta también es mi casa!
Ella me miró con rabia y tristeza al mismo tiempo.
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que me vaya a la calle con mis hijos? ¡Eres igualito a Andrés!
Sus palabras me dolieron más de lo que esperaba. Me encerré en mi cuarto y lloré como no lo hacía desde niño. Me sentí egoísta, pero también traicionado.
El colmo llegó un sábado por la mañana. Me desperté con el ruido de una discusión entre Valentina y Samuel por el control remoto del televisor. Salí furioso del cuarto y vi a Lucía dormida en el sofá, ajena al caos.
—¡Lucía! ¡Levántate! ¡Hazte cargo de tus hijos! —le grité.
Ella se levantó sobresaltada y empezó a llorar otra vez.
—No puedo más, Camilo… estoy cansada…
—¿Y yo? ¿Crees que esto es fácil para mí? ¡Esta es MI casa! ¡Tienes que irte!
El silencio que siguió fue tan pesado que sentí que me ahogaba. Los niños dejaron de pelear y me miraron con miedo. Me sentí un monstruo.
Esa noche salí a caminar por la ciudad. Vi familias enteras durmiendo en la calle, madres con niños pequeños pidiendo limosna en los semáforos. Pensé en Lucía y sus hijos: ¿sería capaz de echarlos y condenarlos a esa vida?
Al volver a casa encontré una nota sobre la mesa:
«Camilo: Perdón por todo. Mañana nos vamos. No quiero ser una carga para ti ni para nadie. Gracias por todo lo que hiciste por nosotros. Lucía».
Me senté en el suelo y lloré como nunca antes. Recordé nuestra infancia en Envigado: los juegos en la calle, las peleas tontas por el último pedazo de arequipe, las promesas de cuidarnos siempre. ¿En qué momento nos convertimos en extraños?
A la mañana siguiente, Lucía estaba empacando sus pocas cosas mientras Valentina abrazaba su peluche favorito y Samuel miraba al piso sin decir nada.
—Lucía… espera —le dije con voz temblorosa—. No quiero que te vayas así… pero tampoco puedo seguir viviendo así.
Ella me miró con lágrimas en los ojos.
—Yo tampoco quiero esto, Camilo… pero no tengo opción.
Nos abrazamos fuerte, como cuando éramos niños asustados por las tormentas eléctricas. Decidimos buscar ayuda juntos: fuimos al centro comunitario del barrio donde ofrecían asesoría legal y apoyo psicológico para mujeres víctimas de violencia intrafamiliar. Conseguimos una cita para Lucía y un cupo temporal en un hogar para madres solteras.
El apartamento quedó vacío esa noche. Me senté frente a la ventana viendo las luces de Medellín parpadear como luciérnagas tristes. Sentí alivio… pero también una soledad inmensa.
Hoy escribo esto mientras tomo café solo otra vez. Extraño el ruido de los niños, aunque nunca lo admitiría en voz alta. Me pregunto si hice lo correcto o si fui demasiado duro con Lucía.
¿Hasta dónde llega nuestra responsabilidad como hermanos? ¿Cuándo ayudar deja de ser amor y se convierte en sacrificio propio? ¿Ustedes qué harían si estuvieran en mi lugar?