Vinieron a celebrar, pero no abriré la puerta: una Navidad en San Luis Potosí
—¡Karen, abre la puerta! ¡Sabemos que estás ahí!— gritó mi suegra, doña Lupita, mientras golpeaba con fuerza la reja de la entrada. El eco de su voz se mezclaba con el bullicio de los cohetes y el aroma a ponche que se colaba por las rendijas. Era 24 de diciembre en San Luis Potosí, y yo, por primera vez en siete años de matrimonio, me negaba a abrir la puerta.
Me temblaban las manos. Desde la cocina, podía ver a mi esposo, Julián, mirando su celular con cara de fastidio. No decía nada, como siempre. Yo había pasado todo el día cocinando: romeritos, bacalao, ensalada de manzana y hasta tamales de rajas porque a mi cuñada Paola no le gusta la carne. Había gastado casi todo el aguinaldo en la cena y los regalos para los sobrinos. Pero esta vez, algo dentro de mí se rompió.
—¿Por qué no abres?— preguntó Julián sin levantar la vista.
—Porque estoy cansada. Porque no quiero ver a tu mamá criticando si el arroz está batido o si los niños hacen ruido. Porque no quiero que tu papá se sirva tres platos y luego diga que la comida de su casa es mejor. Porque no quiero ser invisible otra Navidad más.
Julián suspiró y se levantó. Caminó hacia la puerta, pero lo detuve.
—Si abres esa puerta, me voy yo.
Nunca había hablado así. Sentí miedo y alivio al mismo tiempo. Afuera, los golpes continuaban. Escuché la voz de Paola:
—¡Karen! ¡No seas grosera! Venimos a celebrar en familia.
Familia. Esa palabra me pesaba como una losa. Desde que me casé con Julián, su familia se adueñó de cada fecha importante: cumpleaños, aniversarios, hasta el Día de la Virgen. Yo era la anfitriona perfecta, la que nunca se quejaba, la que sonreía aunque por dentro quisiera llorar.
Recordé el primer año: llegué a San Luis Potosí desde Ciudad Valles con sueños de independencia y amor. Pero pronto entendí que aquí las nueras son casi sirvientas en las fiestas. Mi mamá me lo advirtió:
—Hijita, cuida tu lugar en esa casa. No te dejes.
Pero yo quería agradarles. Quería ser parte de algo. Ahora sólo sentía rabia y soledad.
—¿Qué quieres que haga?— preguntó Julián, ahora sí mirándome a los ojos.
—Quiero que me defiendas. Que les digas que hoy no hay cena aquí. Que hoy quiero estar sola contigo y con Emiliano.
Nuestro hijo Emiliano jugaba en su cuarto, ajeno al drama. Tenía cinco años y sólo le importaba si Santa le traería el camión de bomberos.
Los golpes cesaron un momento. Luego escuché a doña Lupita llorar:
—¡Nunca pensé que mi nuera me cerraría la puerta en Navidad! ¡Qué vergüenza!
Sentí culpa. Mucha culpa. Pero también una extraña dignidad.
Julián dudó unos segundos eternos y luego tomó el teléfono.
—Mamá, hoy no vamos a abrir. Karen está cansada y quiere pasar la noche tranquila. Mañana los vemos.
Silencio. Luego gritos ahogados al otro lado del teléfono. Insultos velados: «Esa mujer te está alejando de tu familia», «No te olvides de dónde vienes».
Colgó y me miró como si yo fuera una extraña.
—¿Feliz?
No respondí. Me senté en la mesa vacía y lloré en silencio mientras afuera los cohetes seguían explotando.
Las horas pasaron lentas. Emiliano salió corriendo cuando escuchó un cascabel: era sólo el gato jugando con las esferas del árbol. Julián se encerró en el baño con su celular. Yo me serví un poco de ponche y pensé en mi mamá, sola en Ciudad Valles porque no podía viajar por su diabetes.
Me pregunté si estaba haciendo lo correcto o si estaba condenando mi matrimonio por un acto de rebeldía tardía.
A medianoche, Julián salió del baño y se sentó frente a mí.
—¿Por qué nunca me dijiste cómo te sentías?
—Porque nunca preguntaste.
Nos miramos largo rato. Por primera vez en años, sentí que podía respirar sin miedo a decepcionar a nadie más que a mí misma.
Al día siguiente llegaron mensajes furiosos al grupo familiar: «Karen nos dejó afuera», «No sabe lo que es la familia». Mi cuñada Paola publicó indirectas en Facebook: «Hay gente que sólo sabe recibir, nunca dar».
Pero también recibí un mensaje privado de mi cuñada menor, Marisol:
—Gracias por atreverte. Yo tampoco aguanto más estas reuniones donde sólo servimos para cocinar y limpiar.
Me di cuenta de que no estaba sola. Que muchas mujeres cargan con estas tradiciones sin cuestionarlas por miedo al qué dirán.
Esa noche cenamos los tres juntos: Julián, Emiliano y yo. Sin gritos ni juicios ni prisas por servirle a nadie más.
Ahora me pregunto: ¿cuántas veces nos callamos por miedo a romper con lo esperado? ¿Cuántas mujeres siguen abriendo la puerta aunque su corazón les pida cerrarla? ¿Y si hoy fuera el día en que tú también decides decir basta?