Vivir para mí: El eco de una decisión
—¡Ay, Mariana! ¿Viniste a ver a tu mamá? —La voz de doña Gladys me sorprendió desde el balcón del segundo piso, justo cuando cerraba la puerta del taxi y recogía mi maleta.
—Sí, doña Gladys, vine a verla —respondí, forzando una sonrisa mientras sentía el peso de su mirada curiosa.
—Deberías hablar con ella, mija. Desde que se separó de tu papá, anda como alma en pena. No duerme, no come… —suspiró, bajando la voz—. La pobre está perdiendo la cabeza.
Sentí un nudo en el estómago. No era la primera vez que escuchaba esos comentarios. Desde que mi papá se fue con otra mujer, mi mamá se había convertido en el tema favorito del vecindario. Y yo, su única hija, era la esperanza silenciosa de todos para rescatarla del abismo.
Subí las escaleras del edificio con el corazón acelerado. Cada paso resonaba como un reproche. Al abrir la puerta, el olor a café recalentado y a soledad me golpeó en la cara. Mi mamá estaba sentada en la mesa del comedor, mirando fijamente una taza vacía.
—Hola, mami —dije suavemente.
Ella levantó la vista y sus ojos se iluminaron por un instante. Pero enseguida volvió a apagarse esa chispa.
—Llegaste… —murmuró—. ¿Comiste algo? Hay arepas en la nevera.
Me senté frente a ella. El silencio era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Quise abrazarla, decirle que todo estaría bien, pero las palabras se me atragantaron. ¿Cómo podía prometerle algo así si ni yo misma lo creía?
—¿Cómo has estado? —pregunté al fin.
Ella se encogió de hombros.
—Sobreviviendo. ¿Y tú? ¿Cómo va tu trabajo en Bogotá?
—Bien… —mentí. La verdad era que mi vida en Bogotá era un caos: un trabajo que no me llenaba, una relación rota y una soledad parecida a la suya. Pero no vine a hablar de mí.
La conversación se fue apagando hasta que solo quedó el sonido del reloj y el murmullo lejano de los carros en la avenida. Mi mamá se levantó y empezó a limpiar una mesa ya limpia, como si así pudiera borrar el dolor pegado a las paredes.
Esa noche, mientras intentaba dormir en mi antigua habitación, escuché a mi mamá llorar en silencio. Me tapé los oídos con la almohada, sintiendo una mezcla de rabia y culpa. ¿Por qué tenía que cargar yo con todo esto? ¿Por qué nadie le decía nada a mi papá?
A la mañana siguiente, doña Gladys volvió a interceptarme en las escaleras.
—Mija, tu mamá necesita ayuda. No puede quedarse sola tanto tiempo —me dijo con tono de reproche disfrazado de preocupación.
—Estoy haciendo lo que puedo —respondí, conteniendo las lágrimas.
Pero no era suficiente. Nunca era suficiente.
Los días pasaron entre visitas al médico, llamadas de tías metidas y mensajes de WhatsApp llenos de consejos no solicitados: “Mariana, tienes que quedarte con tu mamá”, “Ella te necesita más que nunca”, “No seas egoísta”.
Una tarde, mientras preparábamos el almuerzo juntas, mi mamá rompió el silencio:
—¿Te vas a quedar mucho tiempo?
Sentí el peso de la pregunta. Sabía lo que realmente quería decir: «¿Vas a dejarme sola otra vez?»
—No lo sé… —respondí, evitando su mirada.
Ella suspiró y dejó caer el cuchillo sobre la tabla de picar.
—No quiero ser una carga para ti, Mariana. Pero no sé cómo seguir adelante sola…
Me acerqué y la abracé fuerte. Por primera vez desde que llegué, lloramos juntas. Lloramos por el abandono, por los sueños rotos, por las palabras no dichas.
Esa noche salí a caminar por el barrio. Las luces amarillas de los postes iluminaban las calles vacías y sentí una soledad tan profunda como la de mi madre. Pensé en todas las mujeres que conocía: tías, amigas, vecinas… Todas habían sacrificado algo por sus familias. ¿Era ese mi destino también?
Al regresar, encontré a mi mamá dormida en el sofá con la televisión encendida. Me senté a su lado y le acaricié el cabello. En ese momento entendí que no podía salvarla. Nadie puede salvar a otro si no quiere salvarse a sí mismo primero.
Al día siguiente llamé a mi papá. Le exigí que viniera a ver a mi mamá, aunque fuera por decencia. Discutimos fuerte:
—Mariana, yo ya tengo otra vida —me dijo él, molesto.
—¡Pues esa vida empezó dejando un desastre aquí! ¡Hazte cargo aunque sea un poco! —le grité antes de colgarle.
Mi mamá escuchó todo desde la cocina. Cuando entré al comedor tenía los ojos rojos pero la voz firme:
—No quiero que pelees por mí, hija. Ya bastante tengo con mis propios fantasmas.
Me senté frente a ella y por primera vez hablamos sin máscaras. Le conté mis miedos, mis frustraciones, mis ganas de huir y empezar de cero lejos de todo esto.
—¿Y qué te detiene? —me preguntó ella con una ternura inesperada.
—El miedo… y tú —confesé.
Ella tomó mi mano y sonrió triste:
—No vivas para mí, Mariana. Yo también tengo que aprender a vivir para mí misma… aunque me cueste.
Esa noche dormí tranquila por primera vez en semanas. Al día siguiente compré un tiquete de regreso a Bogotá. Mi mamá me acompañó hasta la puerta y me abrazó fuerte:
—Prométeme que vas a buscar tu felicidad —me susurró al oído.
—Solo si tú prometes lo mismo —le respondí entre lágrimas.
Mientras el bus salía de Medellín y las montañas se perdían en la distancia, pensé en todas las mujeres como nosotras: atrapadas entre el deber y el deseo propio. ¿Cuántas veces hemos dejado nuestros sueños por miedo a ser llamadas egoístas?
¿Hasta cuándo vamos a cargar con culpas que no nos pertenecen? ¿No merecemos también vivir para nosotras mismas?