Vivo sola aunque tengo pareja — La historia de Irena en la Ciudad de México
—Irena, ¿me puedes explicar cómo es eso de que vives sola si tienes marido?— La voz de doña Carmen, mi vecina, retumbó en el pasillo mientras yo intentaba cerrar la puerta con disimulo. Tenía la bolsa del mandado colgando del brazo y los ojos llenos de curiosidad y juicio. —Ayer vi a Sergio saliendo de tu departamento, pero hoy en la mañana lo vi en la esquina con una güera que no era tú.
Sentí que el corazón se me apretaba. No era la primera vez que escuchaba rumores sobre Sergio y sus andanzas, pero cada vez dolía igual. Respiré hondo, tratando de no dejar que las lágrimas me traicionaran frente a doña Carmen.
—Pase, doña Carmen, le sirvo un cafecito— le dije, intentando sonar tranquila. Ella aceptó encantada, como si hubiera estado esperando la invitación desde hacía días.
Mientras el café burbujeaba en la estufa, mi mente se llenó de recuerdos: las primeras veces que Sergio y yo recorrimos juntos las calles del Centro Histórico, cuando me prometió que siempre estaríamos juntos, cuando me juró que yo era su única familia en este mundo. Pero ahora, después de cinco años de matrimonio, apenas si compartíamos palabras al día. Dormíamos en la misma cama, pero sentía que había un océano entre nosotros.
—Mira, Irena— empezó doña Carmen mientras revolvía el azúcar en su taza—, yo no quiero meterme en lo que no me importa, pero una mujer joven como tú no debería estar aguantando estas cosas. ¿Por qué no hablas con él?
Quise contestarle que ya lo había intentado mil veces. Que cada vez que le preguntaba a Sergio si estaba bien, él solo respondía con monosílabos o se encerraba en el baño a revisar el celular. Que las noches se habían vuelto eternas y los días una rutina insoportable. Pero solo asentí y sonreí débilmente.
Cuando doña Carmen se fue, me quedé mirando el café frío sobre la mesa. Me pregunté en qué momento mi vida se había convertido en esto: una sucesión de silencios incómodos y miradas esquivas. Recordé a mi mamá diciéndome antes de casarme: «Irena, los hombres cambian después del matrimonio. No te olvides de ti misma». Pero yo no le creí. Pensé que Sergio era diferente.
Esa noche, cuando Sergio llegó a casa, olía a perfume barato y traía una sonrisa forzada. Se metió directo al baño sin saludarme. Me senté en la cama, esperando a que saliera para hablarle, pero cuando lo hizo solo dijo:
—¿Ya cenaste?
—Sí— respondí sin mirarlo.
El silencio volvió a instalarse entre nosotros como un huésped indeseado. Quise preguntarle por la mujer rubia, por qué ya no me miraba como antes, por qué sentía que vivía sola aunque él estuviera ahí. Pero no pude. El miedo a escuchar una verdad dolorosa me paralizó.
Pasaron los días y los rumores crecieron. En el mercado, las señoras cuchicheaban cuando pasaba; en la lavandería, las miradas se clavaban en mi espalda. Hasta mi hermana menor, Lucía, vino a visitarme preocupada.
—Irena, ¿por qué no te separas?— me preguntó una tarde mientras lavábamos los trastes juntas.— No tienes hijos con él, todavía puedes rehacer tu vida.
—No es tan fácil, Lucía— le respondí.— No quiero ser el chisme del edificio ni decepcionar a mamá. Además… todavía lo quiero.
Lucía suspiró y me abrazó fuerte. Yo sentí que las lágrimas finalmente me vencían.
Una noche, después de una discusión silenciosa —esas donde nadie grita pero todo duele— Sergio me confesó lo que ya sabía:
—Irena… creo que necesitamos un tiempo. No sé si esto está funcionando.
No lloré ni grité. Solo sentí un vacío inmenso. Le pregunté si había otra mujer y no lo negó. Me dijo que no era culpa mía, que él estaba confundido.
Esa noche dormí sola por primera vez en mucho tiempo. El silencio era tan profundo que podía escuchar mis propios pensamientos: ¿En qué momento dejé de ser suficiente? ¿Por qué nadie me enseñó a estar sola?
Los días siguientes fueron una mezcla de alivio y dolor. Doña Carmen seguía trayendo chismes y consejos; Lucía me llamaba todos los días para asegurarse de que estaba bien; mi mamá lloró cuando le conté la verdad pero luego me dijo: «Eres fuerte, hija. Vas a salir adelante».
Empecé a salir más al parque con mi perrita Frida; retomé mis clases de pintura en Coyoacán; aprendí a disfrutar mi propia compañía aunque al principio doliera tanto como una herida abierta.
Un día cualquiera, mientras tomaba café en la terraza del departamento viendo el tráfico interminable de Insurgentes, entendí algo: vivir sola no es lo mismo que estar sola. Por primera vez en años sentí paz.
A veces Sergio llama o manda mensajes preguntando cómo estoy. Ya no siento rabia ni tristeza; solo gratitud por lo vivido y por haberme reencontrado conmigo misma.
Ahora me pregunto: ¿Cuántas mujeres viven acompañadas pero solas? ¿Cuántas callan su dolor por miedo al qué dirán? ¿Vale la pena sacrificar nuestra felicidad por cumplir expectativas ajenas?
¿Y tú? ¿Te has sentido sola aunque estés acompañada? ¿Qué harías en mi lugar?