Volver a Empezar Después de los Cincuenta: La Noche que Cambió Mi Vida
—¿Mamá, estás loca? —La voz de Camila, mi hija, retumbó en la sala mientras yo me quitaba los tacones, aún temblando por dentro. Sus ojos, grandes y oscuros como los de su padre, me miraban como si acabara de regresar de otro planeta.
—No es para tanto, Camila —intenté sonar tranquila, pero mi corazón latía tan fuerte que temí que lo escuchara—. Solo fue una cena con un viejo amigo.
—¡Un viejo amigo que no ves desde hace treinta años! ¿Y ya te vas a cenar con él como si nada? ¿Y si es un loco? ¿Y si te pasa algo?
La miré. Tenía razón en preocuparse. Yo misma no entendía qué me había impulsado a aceptar la invitación de Julián, ese compañero de la universidad que apenas recordaba, salvo por su risa contagiosa y su manera de mirar el mundo como si todo fuera posible. Pero ahí estaba yo, a mis cincuenta y dos años, con el corazón en la boca y una sonrisa tonta en los labios.
La verdad es que llevaba años sintiéndome invisible. Desde que mi esposo, Ernesto, se fue con una mujer veinte años menor y Camila se fue a estudiar a Buenos Aires, mi vida se había reducido a la rutina: trabajo en la biblioteca municipal de Rosario, café con las vecinas los domingos, llamadas rápidas con mi hermana en Córdoba. Nada emocionante. Nada que me hiciera sentir viva.
Pero esa tarde, cuando vi el mensaje de Julián en Facebook —»¿Te animás a un café? Hace siglos que no sé nada de vos»— algo dentro mío despertó. Dudé. Dudé mucho. Pero al final, me puse el vestido azul que guardaba para ocasiones especiales y salí.
La cita fue en un pequeño restaurante cerca del río Paraná. Julián estaba igual de canoso que yo, pero sus ojos seguían brillando con esa chispa traviesa. Hablamos de todo: de nuestros hijos, de los sueños que dejamos atrás, de las veces que la vida nos pateó y tuvimos que levantarnos. Me reí como hacía años no lo hacía. Sentí ganas de llorar también.
—¿Te acordás cuando nos escapamos a San Nicolás solo para ver el eclipse? —me preguntó en un momento.
—¡Y nos quedamos varados porque se nos pinchó una rueda! —respondí entre risas.
—Siempre fuiste valiente, Lucía —dijo él, mirándome fijo—. No dejes que nadie te convenza de lo contrario.
Esa frase me atravesó. Porque hacía mucho que no me sentía valiente. Me sentía vieja, cansada, como si mi tiempo ya hubiera pasado.
Cuando regresé a casa esa noche, Camila me esperaba despierta. Su preocupación se mezclaba con enojo y miedo. No podía culparla. Ella solo veía a su madre lanzándose a lo desconocido cuando lo seguro era quedarse en casa viendo novelas.
—No entiendo qué te pasa —me dijo al día siguiente mientras desayunábamos—. ¿Querés volver a enamorarte? ¿A esta edad?
—No lo sé —le respondí sinceramente—. Solo sé que no quiero seguir viviendo como si ya estuviera muerta.
Camila lloró. Yo también. Nos abrazamos largo rato. Ella tenía miedo de perderme; yo tenía miedo de perderme a mí misma.
Los días siguientes fueron un torbellino. Mis amigas del barrio murmuraban cuando me veían salir arreglada. Mi hermana me llamó para preguntarme si estaba deprimida o si necesitaba ayuda profesional. En el trabajo, las compañeras hacían chistes sobre «la nueva Lucía».
Pero yo me sentía distinta. Empecé a caminar por la costanera todos los días al salir del trabajo. Volví a escuchar música —Mercedes Sosa, Charly García— y hasta me animé a tomar una clase de tango en el club del barrio.
Julián y yo seguimos viéndonos. No era un romance adolescente; era algo más profundo, más sereno. Compartíamos silencios cómodos y charlas interminables sobre libros y películas viejas. A veces solo caminábamos juntos bajo los árboles del parque Independencia.
Un sábado por la tarde, mientras tomábamos mate en la plaza, Julián me tomó la mano.
—¿Te das cuenta de que estamos empezando otra vez? —me dijo sonriendo.
—¿No es ridículo? —le pregunté, riendo nerviosa.
—No hay edad para volver a empezar, Lucía —me respondió—. La vida no se termina porque cumplimos cincuenta.
Esa noche le conté todo a Camila. Le hablé de mis miedos, de mis ganas de vivir algo nuevo, de mi derecho a ser feliz aunque ya no sea joven.
—Solo quiero verte bien, mamá —me dijo ella al final—. Si eso te hace feliz… entonces adelante.
No fue fácil para ninguna de las dos. Tuvimos peleas, silencios incómodos y muchas lágrimas. Pero poco a poco, Camila entendió que su madre también tenía derecho a equivocarse, a enamorarse, a soñar.
Hoy miro hacia atrás y casi no reconozco a la mujer gris y resignada que era hace apenas unos meses. Me siento viva otra vez. No sé qué pasará con Julián ni cuánto durará esta etapa, pero aprendí que nunca es tarde para cambiar el rumbo.
A veces me pregunto: ¿cuántas mujeres como yo se resignan a vivir en silencio porque creen que ya es tarde para empezar de nuevo? ¿Cuántas se animarían si supieran que aún hay tiempo para ser felices?
¿Y vos? ¿Te animarías a volver a empezar después de los cincuenta?