Volvió con dos niños ajenos: secretos bajo el sol de Valle Azul
—¿Por qué tienes a esos niños en brazos, Julián? —le pregunté apenas cruzó la puerta, jadeando, con la camisa empapada de sudor y la mirada perdida. Eran casi las dos de la mañana y el silencio de Valle Azul solo lo rompía el canto lejano de un gallo desvelado. Yo estaba sentada en la sala, con el corazón encogido desde que salió diciendo que iba a ver a su madre enferma. Pero ahora, frente a mí, traía dos criaturas: una niña de unos seis años y un niño más pequeño, ambos con la ropa sucia y los ojos grandes llenos de miedo.
Julián no contestó. Solo me miró como si esperara que yo entendiera algo imposible. Los niños temblaban. Me acerqué y los abracé, porque no sabía qué más hacer. Sentí su fragilidad y el olor a tierra y lágrimas secas.
—¿Quiénes son? —insistí, esta vez más bajo, temiendo despertar a mi hija Lucía, que dormía en el cuarto contiguo.
Él tragó saliva. —No puedo explicarlo todo ahora, Mariana. Solo… déjame pasar esta noche aquí con ellos. Mañana te cuento todo.
No dormí. Me quedé sentada en la cocina, escuchando los pasos de Julián mientras acomodaba a los niños en el sofá. Pensé en todas las historias que había escuchado en el pueblo: hombres que se iban y no volvían, mujeres que criaban hijos ajenos, secretos que se guardaban bajo la alfombra hasta que explotaban como una olla de presión.
Amaneció y Julián seguía callado. Preparé café fuerte y pan con mantequilla para todos. Los niños comieron en silencio, mirándome como si yo fuera una extraña peligrosa. Lucía los observaba con curiosidad y celos.
—Ahora sí me vas a decir qué pasa —le exigí a Julián cuando los niños salieron al patio.
Él bajó la cabeza. —Anoche… no fui a ver a mi mamá. Fui a ver a Laura.
Sentí un golpe en el pecho. Laura era su exnovia de juventud, la que nunca dejó de rondar por nuestras vidas como un fantasma. —¿Y estos niños?
—Son sus hijos —dijo él, apenas audible—. Pero Laura… Laura murió anoche. Un accidente en la carretera vieja. No tiene familia aquí, nadie que los cuide. Yo… yo no podía dejarlos solos.
Me quedé muda. El café se me atragantó en la garganta. ¿Qué se supone que debía hacer? ¿Echarlos? ¿Criar a los hijos de la amante de mi esposo? ¿Y qué diría la gente del pueblo?
Esa mañana fue solo el inicio del infierno. En Valle Azul nada permanece oculto mucho tiempo. Doña Rosa, la vecina chismosa, ya estaba asomada desde temprano.
—¿Y esos niños, Mariana? ¿Son parientes tuyos? —me preguntó con esa sonrisa venenosa.
—Son hijos de una amiga que falleció —mentí, sintiendo cómo se me quemaban las mejillas.
Pero las miradas y los susurros no tardaron en multiplicarse. En la tienda, en la iglesia, hasta en la fila del banco: «Dicen que Julián tiene otros hijos», «Pobre Mariana, criar hijos ajenos», «Eso le pasa por confiar tanto».
Las noches se volvieron eternas. Los niños lloraban por su madre; Lucía peleaba por mi atención; Julián dormía en el sofá porque yo no podía soportar su presencia en la cama. A veces lo veía llorar en silencio, pero no podía consolarlo. Sentía rabia, tristeza y una culpa inexplicable por no ser capaz de rechazar a esos niños inocentes.
Una tarde, mientras lavaba ropa en el patio, escuché a Lucía gritarle a la niña nueva:
—¡Tú no eres mi hermana! ¡Vete de mi casa!
Corrí y las separé. La niña lloraba desconsolada; Lucía me miraba desafiante.
—¿Por qué tienen que quedarse aquí? ¿Por qué papá ya no me quiere? —me gritó Lucía antes de encerrarse en su cuarto.
Me senté en el suelo y lloré también. ¿Cómo explicarle a una niña de ocho años que el amor no se reparte como pan dulce? ¿Cómo explicarme a mí misma que mi vida ya no era solo mía?
Los días pasaron y los problemas crecieron. El director de la escuela vino a hablar conmigo:
—Mariana, necesitamos saber si los niños van a quedarse mucho tiempo. Hay trámites legales…
No tenía respuestas. Julián iba y venía como un fantasma; buscaba trabajo extra para mantenernos, pero nadie quería contratarlo después del escándalo.
Una noche, después de acostar a todos los niños, Julián se sentó frente a mí con los ojos rojos.
—Perdóname —me dijo—. No supe cómo manejar esto. No quise hacerte daño…
—Ya lo hiciste —le respondí—. Pero esos niños no tienen la culpa de nada.
Nos quedamos en silencio largo rato. Por primera vez desde aquella noche sentí compasión por él; por todos nosotros atrapados en una historia que ninguno eligió realmente.
El tiempo fue pasando y poco a poco los niños empezaron a sonreír otra vez. Lucía aceptó jugar con ellos; yo aprendí a quererlos sin sentirme traidora de mi propia hija ni de mí misma. El pueblo dejó de hablar tanto; encontraron otros escándalos más frescos para entretenerse.
Un día recibí una carta del juzgado: si queríamos quedarnos con los niños debíamos iniciar un proceso de adopción formal. Julián me miró con miedo.
—¿Estás segura de esto? —me preguntó—. No tienes por qué cargar con mis errores…
Lo miré largo rato antes de responderle:
—No son tus errores lo que cargo, Julián. Son dos vidas inocentes que necesitan amor. Y si algo he aprendido es que el amor no siempre llega como uno espera… pero igual hay que abrirle la puerta.
Hoy miro a mis tres hijos jugar bajo el sol del patio y me pregunto si algún día podré perdonar del todo a Julián o si solo aprendí a vivir con su traición como quien aprende a vivir con una cicatriz profunda.
¿Ustedes creen que uno puede reconstruir una familia después de algo así? ¿O hay heridas que nunca terminan de sanar?