¿Y si me quedo con papá?

—¿Se van a divorciar? Si sí, yo me quiero quedar con papá.

Las palabras de Camila, mi hija de ocho años, cayeron como un balde de agua fría en medio del desayuno. Mauricio y yo nos miramos, petrificados, mientras ella seguía untando mantequilla en su pan, como si nada. Yo sentí que el corazón se me apretaba en el pecho. ¿Cómo podía una niña tan pequeña poner en palabras lo que nosotros, los adultos, ni siquiera nos atrevíamos a decir?

No respondí. Me levanté de la mesa y fui directo al baño, cerrando la puerta tras de mí. Me miré en el espejo: los ojos hinchados de tanto llorar en silencio por las noches, las ojeras profundas, el cabello recogido a la carrera. ¿En qué momento me convertí en esta versión cansada de mí misma? ¿En qué momento Mauricio y yo dejamos de ser pareja para convertirnos en simples compañeros de casa?

La rutina nos había devorado. Mauricio salía temprano a trabajar en la fábrica textil y volvía tarde, cansado y de mal humor. Yo, entre mi trabajo como maestra suplente y las tareas del hogar, apenas tenía tiempo para respirar. Las cuentas se acumulaban sobre la mesa: la luz, el gas, la renta del departamento en el barrio de San Cristóbal. Cada conversación giraba en torno al dinero que no alcanzaba o a quién le tocaba ir al supermercado.

—¿Por qué no puedes buscar otro trabajo? —me reclamó Mauricio una noche, mientras yo revisaba los cuadernos de mis alumnos.
—¿Y tú por qué no puedes ayudar más en la casa? —le respondí sin mirarlo.

Así eran nuestras noches: reproches lanzados como dardos, silencios largos y pesados. Camila se encerraba en su cuarto a dibujar o veía caricaturas con el volumen bajo. Yo fingía que todo estaba bien, que era solo una mala racha. Pero la verdad era otra: el amor se había ido desvaneciendo poco a poco, como el aroma del café frío olvidado en la mesa.

La pregunta de Camila me persiguió todo el día. En la escuela, mientras enseñaba matemáticas a los niños de tercer grado, no podía dejar de pensar en su carita seria y sus ojos grandes llenos de incertidumbre. ¿Qué clase de madre era yo si ni siquiera podía darle estabilidad a mi hija?

Esa noche, después de acostar a Camila, me senté frente a Mauricio en la sala. La televisión estaba encendida pero ninguno prestaba atención.

—Tenemos que hablar —dije al fin.

Él asintió, sin apartar la vista del televisor.

—Camila sabe lo que está pasando —continué—. No podemos seguir fingiendo que todo está bien.

Mauricio suspiró y apagó la televisión. Por primera vez en meses, me miró a los ojos.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó con voz ronca.

No supe qué responderle. Quería gritarle que lo extrañaba, que extrañaba las noches en que bailábamos salsa en la cocina mientras Camila dormía; que extrañaba sus bromas tontas y las tardes de domingo en el parque. Pero también sabía que esas cosas ya no existían. Que ahora solo quedaban las cuentas por pagar y los silencios incómodos.

—No lo sé —admití—. Pero no quiero que Camila siga creciendo en medio de esta tensión.

Mauricio asintió otra vez. Se frotó la cara con las manos y murmuró:

—Yo tampoco quiero esto para ella.

Pasaron los días y las conversaciones se volvieron más sinceras, aunque dolorosas. Hablamos de separarnos, de cómo repartiríamos los gastos y el tiempo con Camila. Lloramos juntos una noche, abrazados en la oscuridad del cuarto, recordando los buenos tiempos y aceptando que ya no éramos los mismos.

La noticia cayó como bomba entre nuestras familias. Mi mamá lloró al teléfono:

—¿Pero cómo? ¡Si ustedes siempre parecían tan felices!

La mamá de Mauricio fue más dura:

—¿Y ahora qué va a ser de Camila? Los niños sufren mucho con estas cosas.

Los amigos opinaron sin pedirles opinión:

—¿Estás segura? —me preguntó mi amiga Lucía—. Todos tienen problemas, pero uno aguanta por los hijos.

Yo solo asentía, cansada de justificarme ante todos. Nadie entendía lo difícil que era vivir cada día sintiendo que caminabas sobre vidrios rotos.

Una tarde lluviosa, mientras recogía a Camila de la escuela, ella me tomó la mano con fuerza.

—Mamá… ¿si tú te vas yo puedo verte todos los días?

Me arrodillé frente a ella bajo el paraguas azul.

—Siempre voy a estar contigo, mi amor. Aunque papá y yo vivamos en casas diferentes, siempre vamos a ser tus papás.

Ella asintió seria, como si entendiera más de lo que decía su edad.

El proceso fue largo y doloroso. Buscar un departamento pequeño para mí sola fue una odisea: los precios estaban por las nubes y los dueños no querían rentarle a una mujer sola con hija. Finalmente encontré un cuartito cerca del colegio de Camila; era oscuro y olía a humedad, pero era nuestro refugio.

La primera noche allí lloré abrazada a mi hija. Ella me acarició el cabello y susurró:

—No llores, mami. Yo te cuido.

Sentí una mezcla de ternura y culpa tan grande que casi no podía respirar. ¿Era justo cargarla con mis tristezas?

Los primeros meses fueron difíciles para todos. Camila iba una semana conmigo y otra con Mauricio. Al principio lloraba cada vez que tenía que cambiarse de casa; después empezó a acostumbrarse. Mauricio y yo intentábamos llevarnos bien por ella: íbamos juntos a las reuniones escolares y compartíamos su cumpleaños sin peleas.

Pero no todo era tan sencillo. Había días en que sentía que no podía más: el dinero seguía sin alcanzar, el trabajo era inestable y la soledad pesaba como una piedra en el pecho. A veces pensaba si no habría sido mejor aguantar un poco más por Camila…

Un día, al recogerla del parque donde jugaba con sus amigas, la escuché decirle a una niña:

—Mis papás ya no viven juntos pero igual me quieren mucho.

Me sonrió al verme y corrió a abrazarme. En ese momento entendí que habíamos hecho lo correcto: le habíamos dado un hogar sin gritos ni reproches, aunque fuera dividido.

Hoy han pasado dos años desde aquella mañana del desayuno. Camila es una niña alegre; le gusta bailar cumbia conmigo en la cocina del departamento chiquito y los fines de semana va al fútbol con su papá. Mauricio y yo aprendimos a ser amigos; incluso nos reímos juntos cuando recordamos viejas anécdotas.

A veces me pregunto si tomé la decisión correcta… ¿Habría sido mejor quedarnos juntos por costumbre? ¿O es más valiente aceptar cuando algo ya no funciona y buscar una nueva forma de ser familia?

¿Ustedes qué piensan? ¿Vale la pena seguir por miedo o es mejor atreverse a empezar de nuevo?