“Ya cállate, Mariana, aquí hablan los grandes”: Mi vida en la sombra de mi familia mexicana
—¡Ya cállate, Mariana, aquí hablan los grandes!— rugió mi papá mientras golpeaba la mesa con el puño. El vaso de agua tembló y yo también. Tenía apenas ocho años y, aun así, sentía el peso de la responsabilidad sobre mis hombros delgados. Mi mamá, sentada a su lado, bajó la mirada y no dijo nada. Mi hermano mayor, Daniel, solo se encogió de hombros y siguió comiendo como si nada pasara.
Esa noche, como tantas otras, me fui a dormir con un nudo en la garganta. Escuchaba las voces apagadas de mis padres discutiendo en la cocina: dinero, trabajo, la abuela enferma en Veracruz. Yo quería decirles que todo iba a estar bien, que podíamos apoyarnos, pero cada vez que intentaba hablar, me callaban. «Los niños no opinan en cosas de adultos», repetían como si fuera una ley universal.
Crecí en una casa pequeña en Iztapalapa, donde los gritos eran más comunes que las risas. Mi mamá trabajaba doble turno en una fonda y mi papá era chofer de microbús. Daniel era el orgullo: buen estudiante, futbolista del barrio, el que nunca se metía en problemas. Yo era la que recogía los platos, ayudaba a mi hermanita Sofi con la tarea y escuchaba los lamentos de mi mamá cuando pensaba que nadie la oía.
—Mariana, ve a comprar tortillas— me decía mi mamá cada tarde. Y yo iba corriendo, con las monedas sudadas en la mano y el corazón apretado por el miedo de que algo malo pasara mientras yo no estaba.
Un día, cuando tenía quince años, escuché a mi papá decirle a mi mamá:
—¿Para qué estudia tanto Mariana? Mejor que aprenda a cocinar bien y se busque un buen marido.
Sentí rabia. ¿Eso era todo lo que esperaban de mí? ¿Ser invisible hasta que alguien más decidiera darme valor?
En la prepa me refugié en los libros y en mis amigas. Conocí a Paola y a Fernanda, que venían de familias igual de rotas pero reían fuerte y soñaban con irse lejos. Ellas me enseñaron a levantar la voz, aunque fuera bajito al principio.
Una tarde llegué a casa con una noticia: había ganado una beca para estudiar en la UNAM. Mi mamá lloró de alegría. Mi papá solo dijo:
—¿Y quién va a cuidar a Sofi cuando tú no estés?
Me dolió más que un golpe. Sentí que nunca sería suficiente para él. Esa noche lloré abrazada a mi almohada mientras Sofi dormía a mi lado. Ella se despertó y me preguntó:
—¿Por qué lloras?
—Porque quiero ser alguien, Sofi. Quiero que me vean.
Ella me abrazó fuerte y me susurró:
—Yo sí te veo, hermana.
La universidad fue un mundo nuevo: debates, marchas feministas, noches sin dormir estudiando para los exámenes. Pero cada vez que volvía a casa sentía que regresaba al mismo papel de siempre: la hija obediente, la hermana responsable, la que no debía opinar demasiado.
Un día mi papá llegó borracho y empezó a gritarle a mi mamá por un dinero que faltaba. Daniel no estaba. Yo sentí cómo algo dentro de mí se rompía.
—¡Ya basta!— grité por primera vez en mi vida.
Mi papá se quedó helado. Mi mamá me miró con miedo y orgullo al mismo tiempo. Sofi se escondió detrás de mí.
—No tienes derecho a tratarnos así. No soy una niña chiquita ni tu sirvienta. ¡Tengo derecho a hablar!
Por primera vez sentí mi voz retumbar en las paredes de esa casa vieja. Mi papá no dijo nada más esa noche. Al día siguiente se fue temprano y no volvió hasta tarde.
A partir de ese momento las cosas cambiaron poco a poco. No fue fácil. Mi papá tardó meses en mirarme a los ojos sin enojo o vergüenza. Mi mamá empezó a contarme sus miedos y sueños mientras lavábamos los trastes juntas. Daniel se fue a vivir con su novia y yo me quedé cuidando a Sofi hasta que terminó la secundaria.
Hoy tengo veintisiete años y trabajo como psicóloga en una secundaria pública en Tláhuac. Ayudo a niñas como yo, esas que sienten que su voz no importa. Mi papá ya es un hombre mayor; a veces me llama para preguntarme cómo estoy o para pedirme consejos sobre Sofi, que ahora estudia medicina.
A veces me pregunto si alguna vez dejaré de sentirme esa niña invisible en la mesa familiar. Pero cuando veo a mis alumnas levantar la mano y defender sus ideas, sé que valió la pena luchar por mi voz.
¿Ustedes también han sentido alguna vez que su voz no cuenta? ¿Qué harían para romper el silencio en su familia?